El director británico Shane Meadows debería dar más oportunidades a un tipo de creatividad más elaborada
Que sea un encargo de Eurostar para promocionar su servicio de líneas ferroviarias entre París y Londres, explica el tono de fábula que ostenta la nueva película del británico Shane Meadows: la amistad entre los adolescentes Tomo (Thomas Turgoose) y Marek (Piotr Jagiello) en una capital británica de perfil obrero e inmigrante está ilustrada como breve sucesión de viñetas impresionistas -filmadas mayormente en blanco y negro y ambientadas musicalmente por las melancólicas canciones de Gavin Clark- que aspira a recrear esa época de la vida, la juventud, en la que todo parece posible o está por descubrir; en la que ensoñaciones que de adulto no nos atreveríamos a hacer realidad, como la de comprar un billete de tren y plantarnos en otro país para volver a ver a una chica a la que apenas conocíamos, se concretan impulsivamente, sin miedo a las consecuencias emocionales.
Sin embargo, que Somers Town no termine de funcionar en ese registro amable y teñido de, valga la paradoja, nostalgia futura, delata el error que en nuestra opinión está cometiendo Meadows como director, al menos en este film y el previo, This is England: ambas se ciñen formalmente al naturalismo feo y urgente que ejemplifica Ken Loach, cuando lo cierto es que los intereses de Meadows a veces parece que discurran por otra vía.
Ya nuestro compañero José M. Robado destacaba en su crítica de This is England la deuda del realizador con la sensibilidad de François Truffaut, así como su sutil uso de la música, aspectos que intentan otorgar a las vivencias de los personajes, como sucede en Somers Town, una resonancia superior a su simple presente. También en esta ocasión se reconocen las huellas de Truffaut –la relación de Marek y Tomo con una camarera, Maria (Elisa Lasowski), remite a Jules et Jim-, ampliables al influjo evidente de las apasionadas Nuevas Olas surgidas a lo largo y ancho de toda Europa, desde la propia Gran Bretaña a los Países del Este, durante los años sesenta.
Pero son ramalazos, ecos, que apenas encuentran correspondencia palpable en los fotogramas de Somers Town, constreñidos a la imaginería social esquemática que comentábamos. De esta manera, creemos que se pierden muchos matices que enriquecerían el calado existencial de la película y su discurso audiovisual. Tal y como ha llegado a los cines, Somers Town es un híbrido curioso, anecdótico, pero atrapado entre dos miradas que no llegan a armonizar, perteneciendo curiosamente a la misma persona.
Es posible que si Meadows persiste en la misma línea, logre curar su estrabismo y focalizar sus objetivos. O a lo mejor debería dejar atrás el escenario de realismo chusco en que ha forjado hasta hoy su carrera (compuesta por varios títulos, aparte los citados, no estrenados en España) y dar más oportunidades a un tipo de creatividad más elaborada, que hoy por hoy apenas puede respirar entre los intersticios que dejan ver los planos adocenados, los chándales, los vocablos patibularios y las latas de cerveza arrojadas contra los fregaderos.