Propuesta mediocre, apenas ingeniosa, que nunca trasciende sus infinitos modelos
Una comedia romántica filmada en pocos días y con un presupuesto exiguo; fotografiada en blanco y negro en las calles de una gran ciudad (Los Ángeles) que se erige en tercera protagonista de la ficción; amueblada con canciones que apetece descargarse; y cuyos personajes principales son un neurótico aspirante a guionista y una no menos aspirante a actriz, está pidiendo a gritos referentes culturetas.
Y vaya si han sido aportados por la crítica: Antes del Amanecer y Antes del Atardecer —hay un agradecimiento explícito a Richard Linklater en los créditos finales de la película que nos ocupa—, John Cassavetes (Shadows), Woody Allen (Manhattan, Broadway Danny Rose), Gus Van Sant (Mala Noche), Kevin Smith (Clerks), Alexandre Rockwell (In the soup), John Carney (Once)…
Lo malo de tantos modelos es que, cuando se agrupan, apreciamos de inmediato que los hay muy diferentes, incluso antagónicos. Demostrándose que cada analista ha fiado su elección más a su archivo subjetivo de imágenes y su plantilla estética que a un análisis desapasionado de los fotogramas de Buscando un beso a medianoche; y demostrándose también que con un conocimiento y un empleo interesado de todos esos antecedentes en la elaboración de su tercer largometraje, el tejano Alex Holdridge creía tener mucho ganado a la hora de que se le tomase en consideración.
Distinguiendo, sin embargo, entre el reconocimiento voluntarista y lo intrínseco, resulta que Buscando un beso… se desvela como una propuesta mediocre, poco ingeniosa, que nunca se eleva sobre sus antecesoras. Que se esfuerza sin mucho talento por combinar humor coleguil, resabios indie y realismo dramático para halagar la sensibilidad de su público potencial. Y que se autoadjudica la condición de “título de culto” en la información promocional que ha acompañado su estreno, con lo que delata torpemente sus intenciones.
Pese a su nimiedad, la película tiene una lectura apreciable, bien que seguramente involuntaria: constatar hasta qué punto se han degradado las relaciones sentimentales, cuando no simplemente humanas, en nuestro presente. Ni Wilson (Scoot McNairy) ni Vivian (Sara Simmonds) parecen individuos muy interesantes bajo sus respectivas autocompasión y prepotencia. Ambos presumen de misántropos cuando se han conocido a través una de esas obscenas redes “sociales” que tanto han proliferado en Internet. Y se muestran proclives a los mayores egoísmos y humillaciones con tal de no pasar solos la Nochevieja.
Podría decirse que tan pobres cualidades personales, manifestadas a través de unos diálogos y unas reacciones pueriles, contaminan lo que pudiese haber nacido entre Vivian y Wilson, y la naturaleza de la propia película. Siguiendo en Antes del Amanecer y Antes del Atardecer a Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy) nos retrotraíamos a nuestras mejores experiencias sentimentales, aquellas que nos confortarán en los muchos malos momentos que acontecerán a lo largo de nuestras vidas. En cambio, lo que les sucede a Wilson y Vivian no nos provoca sino una cierta depresión, como la que suscitan esos conocidos que siempre están lamentando sus fracasos amorosos y pidiéndole al mundo explicaciones llorosas sin haberse detenido ni un minuto frente al espejo para reconocer al verdadero causante de sus cansinos problemas. “Todos somos dignos de amor, salvo quien piensa que lo es” (Oscar Wilde).