La realización es soberbia, contenida, calculada en los encuadres y tiempos precisos.
Si hay algo que distingue la excelencia profesional de un cineasta del resto, es su capacidad para trascender el material con el que está trabajando. En las oficinas de Malpaso, la productora de Clint Eastwood, dos o tres ejecutivos buscan novelas, contratan derechos, llegan a acuerdos editoriales, rastrean material que pueda servir para una nueva película de su jefe. Cuando en las reuniones periódicas le presentan el material elegido, probablemente no sepan por qué el viejo director señala una de ellas con calma y dice: Vamos a trabajar en esta. Porque el material original de la historia de Christine Collins en otras manos no hubiera pasado de un olvidable melodrama televisivo.
Tenemos que celebrar el compromiso del director, productor y músico Eastwood con su oficio como una excepción llamada a desaparecer, tan extraña como la falta de vanidad de Robert De Niro o la querencia por el riesgo interpretativo de Harvey Keitel. Habrá un día en que recordaremos que fuimos contemporáneos de esta generación de cineastas con un gesto de extrañeza, como cuando compruebas que alguien tan supuestamente remoto como Charles Chaplin murió en 1977. Son gente de otro tiempo, sin duda. Asistir a las pequeñas lecciones de sus películas ya es un lujo.
La desaparición y recuperación del niño Walter Collins y la reclamación posterior de su madre por la identidad falsa del hijo entregado sirven a Eastwood para realizar otra denuncia de los mecanismos de poder contra la libertad individual. No hay que rastrear mucho para comprobar que es un tema querido y repetido en la filmografía del director. En esta ocasión, con la variante de la represión machista en la sociedad norteamericana de la época. Para ello, Eastwood no acude a malos tratos ni vejaciones físicas por parte de terceros. No es necesario. Comprobar a lo largo del metraje el menosprecio por el sufrimiento de la madre por el hecho de ser mujer y estar sola, como todos minusvaloran sus capacidades emocionales e incluso psíquicas, es una denuncia mucho más potente que la de los gritos de angustia por la violencia. Porque Eastwood ataca directamente a la telaraña de sobreentendidos que dejamos que nos empape, por conveniencia, para despreciar a los diferentes. Nos señala a todos, sin excepción.
Esto no es todo. Eastwood arremete una vez más contra la pena de muerte. Para el cineasta resulta aberrante, mostrándonos una y otra vez que no es una solución sino más bien al contrario, pues cercena la vida de quién puede resolver el conflicto que ha provocado así como la de su propia corrección. Durante la promoción de esta película el director dijo: Dicen que soy un clásico, pero en realidad, sólo soy viejo. Como en tantas ocasiones con gente de la edad de Eastwood, una vez pasado el tamiz a sus palabras y a sus películas aparecen las pepitas de oro, su hondo conocimiento de lo humano por el tiempo vivido. Sólo somos un reflejo de los demás, y en los demás encontramos nuestra verdad.
A los que asistimos a cursos de cinematografía intentando desentrañar cómo se hace una película o cómo se distingue una película mejor de una buena hay que recordarles que por menos de diez euros pueden asistir a la lección de cine que supone El intercambio. No se pierdan detalle. La realización es soberbia, contenida, calculada en los encuadres y tiempos precisos. Observar como la planificación de una secuencia desemboca en la imagen de un niño enmarcado por el cuerpo y el brazo de un polícia vale más que otras diez frases de diálogo. Observar la contención gestual a la que ha sido sometida Angelina Jolie o al trabajo con sus manos (idéntico al que hizo Meryl Streep en Los puentes de Madison) valen más que cien gritos por la injusticia sufrida. Observar como en una cinta de más de dos horas y media de metraje al director le bastan tres secuencias que en total no alcanzan el minuto y medio para contar una historia de amor, vale más que filmar mil besos almibarados bajo una cálida luz.