Una película que prometía ser un festín visual es estructurada por Miller como surrealista sucesión de diálogos plúmbeos, para colmo pésimamente rodados y montados
Cuando uno era joven, se extrañaba de que la pasión por una actividad no se tradujese automáticamente, al practicarla uno mismo, en efectos similares a los logrados por quienes habían devenido con su maestría en ejercerla modelos a imitar. Todavía hace algunos años, viendo el programa “Qué grande es el cine”, resultaba imposible no preguntarse cómo José Luis Garci o Antonio Giménez Rico eran tan lúcidos a la hora de reconocer y describir a la perfección los talentos de un John Ford o un Howard Hawks, y luego se revelaban incapaces en sus propias obras de obtener artísticamente ni un mínimo logro que demostrase habían sabido aplicarse la lección de cine que nos impartían a los demás.
Hemos terminado por aprender que el entusiasmo y el trabajo duro garantizan a lo sumo que uno adquiera cierto criterio y que, como escribió Flaubert, aprenda a apreciar la belleza y forme por tanto parte momentánea de ella. Pero hay algo llamado talento que, nos guste o no, depende de la naturaleza de cada cual, no es democrático ni compartible. Y, sin talento, hay que asumir que cualquier esfuerzo puede traducirse en horribles consecuencias.
Puede suceder incluso que la Gracia se circunscriba a un medio y no sea trasvasable a otro, como tristemente acaba de ejemplificar Frank Miller. Un señor que ha demostrado extraordinarias facultades argumentales y narrativas (menguantes con el tiempo, todo hay que decirlo) en cómics como “Ronin”, “Daredevil: Born Again”, “El regreso del Señor de la Noche”, “Batman: Año Uno” o “Give Me Liberty”; un señor que admira el trabajo del incomensurable Will Eisner —paradigma en “The Spirit” y otras muchas historietas de la inventiva y la superación creativas—, y que compartió con él amistad y reflexiones artísticas... hasta que se pone detrás de la cámara por primera vez y destroza, bien que con toda la ilusión de un Ed Wood, el legado de su mentor, sin ofrecer a cambio más que un simulacro de cine para alimento de multicines.
La decepción surge apenas iniciada la película al constatar que, siguiendo The Spirit a la hora de contar las aventuras del justiciero enmascarado que protege Central City las huellas marcadas por Sky Captain y el Mundo del Mañana, Sin City o 300, es decir, la inserción de actores en decorados digitales, apenas hay rasgos de atrevimiento formal salvo durante los títulos de crédito, las escenas de transición y algún plano concreto. El resto de la película lo conforman, por increíble que parezca, farragosas conversaciones a dos y tres bandas entre personajes situados contra cromas que representan un pantano, una comisaría, un despacho, unos subterráneos y las calles de la ciudad. Quién sabe si con ello Frank Miller ha querido rendir homenaje al chispeante cine dialogado del Hollywood de los treinta y los cuarenta del pasado siglo —década la última en que “The Spirit” vivió su época dorada—. En cualquier caso, su apuesta o su nulidad como guionista arrasa con los méritos de la obra original (¡cuántas planchas de las breves historietas de Eisner son mudas!) y con los del propio Miller en sus trabajos sobre el papel.
Por si no bastase con eso, las líneas que declaman los actores son de una torpeza discursiva inaudita, y se plasman en pantalla con un pretendido desenfado apto para todos los públicos neutralizado por la pésima planificación de Miller, digna como su escritura de un aficionado. Hacía mucho tiempo que no veíamos una producción de gran estudio tan mal rematada a niveles elementales de realización. En concreto, una larguísima disquisición entre el villano de la función, Octopus (Samuel L. Jackson), y su mano derecha Silken Floss (Scarlett Johansson) mientras uno de sus secuaces se hace el hara-kiri (sic) debería ser materia de estudio en escuelas de cine como cumbre de la chapucería cinematográfica.
The Spirit es una película tan ininteligible, tan absurda, tan lamentable, que no permite más reflexiones que las surgidas a la vista de problemas tan insoslayables, que obligan hasta a replantearse estimaciones que uno daba por firmes: ¿Era entonces Robert Rodriguez la mitad inocente de ese ladrillo infográfico titulado Sin City, que firmó al alimón con Miller? ¿Hay que rendirse a la evidencia de que este tipo de cine no tiene más valor que el de las novedades técnicas? ¿Hasta qué punto puede continuar rebajándose la calidad del cine comercial norteamericano antes de que los espectadores digamos basta? Preguntas cuyo matiz angustiado aumenta cuando la excusa para que se haya perpetrado el engendro en cuestión es una obra maestra de otro medio, como es el caso de The Spirit.