Tener los ingredientes adecuados no garantiza un buen plato. Y Australia no lo es.
En el diseño que Nicole Kidman está llevando a cabo con su carrera le tocaba turno a un nuevo drama épico y romántico. No en vano, Días de trueno (1990) y Cold mountain (2003) fueron dos de las películas que lograron auparla hasta su estrellato actual. La apuesta de la actriz por esta cinta fue rotunda. Aceptó hacerla sin existir guión, trasladó a su familia al continente protagonista durante el largo rodaje e incluso convenció a Hugh Jackman de que la protagonizara cuando Russel Crowe declinó hacerlo ante su reducción salarial a cambio de beneficios de taquilla. Nunca hago películas sin haber leído el guión, gritó Hugh para hacerse oír en medio del escándalo de la Super Bowl. Olvida el guión, contestó Nicole, dirige Baz Luhrman.
Luhrman, consciente del reto, contrató a otros tres guionistas para conseguir la mezcla perfecta de emoción, aventura, épica y drama exigido. Contaba con cien millones de dólares de presupuesto, más de seis meses para el rodaje y las estrellas de la película volcadas con él. Sin embargo, como en la buena cocina, tener los ingredientes adecuados no garantiza un buen plato. Y Australia no lo es.
En primer lugar falla el espíritu del proyecto. La cinta huele a mercadotecnia, a producto prefabricado desde lejos. No hay tras ella una reivindicación, una historia, un honorable mínima excusa que impulse su existencia. El ataque a Darwin (primer puerto australiano afectado por la 2ª guerra mundial) por los japoneses no articula el film. El drama de los niños mestizos, que ha llegado hasta nuestros días, está olvidado a lo largo del guión en busca del melodrama personal del niño protagonista. La convivencia aborigen, el respeto por lo autóctono o el choque entre sociedades es anecdótico. Toda la narrativa de la película queda sujeta a la lucha contra un mezquino terrateniente cuya avaricia es casi infantil. Es una lástima que teniendo como referente Memorias de África (Sidney Pollack, 1985), el equipo de guionistas no se haya empapado de sus impecables hilos argumentales. Donde áquella rezumaba verosimilitud, esta suena falsa y acartonada.
En segundo lugar, falla el director. Luhrman deslumbró con sus operetas de abigarrada puesta en escena en Romeo y Julieta (1996) y Moulin Rouge! (2001), demostrando que se mueve con pericia en los espacios pequeños y los planos cercanos, imprimiendo ritmo a las imágenes mediante montaje. Esto le convierte en un cineasta idóneo para la publicidad, pero en el momento de abrir el objetivo de la cámara y medir los tiempos y tonos de las secuencias que deben ilustrar una historia, está absolutamente perdido. Sirvan de ejemplo las secuencias iniciales, cuando la voz íntima en off del niño sitúa la historia hasta la llegada de Lady Ashley. El director mezcla imágenes intimistas con tomas aéreas y planos cenitales, movimientos de cámara mediante cabeza caliente montados con contraplanos fijos y primeros planos, presentaciones sorpresa de personajes... que ya han sido vistos.
En tercer lugar, falla el tono. A pesar de beber de las mejores referencias, como la citada de Pollack, en ningún momento alcanza su humanismo, ni el humor de La reina de África (John Huston, 1951), ni el vigor de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). La falsa y discontinua fotografía de postal de Mandy Walker termina por evidenciar la falta de cohesión, los costurones de fábrica que recorren el largo metraje de Australia que terminó costando ciento cincuenta millones de dólares y alargando su rodaje hasta nueve meses.