La película va deslizándose, como el propio protagonista, por las sendas del conformismo formal y el politiqueo inescrupuloso con el público
Con motivo del estreno en 2007 de Last Days, trazábamos en estas mismas páginas un breve recorrido por la trayectoria de Gus Van Sant que nos llevaba a concluir que la suya es una de las carreras más interesantes del cine contemporáneo. Van Sant ejemplifica como pocos realizadores en activo las numerosas mutaciones que está experimentando este arte en los últimos tres decenios.
Pero el director norteamericano es también un icono artístico de la comunidad gay, y eso supone pagar determinados peajes, voluntarios o con carácter de chantaje emocional. Tanto frente a las exigencias reivindicativas de su parroquia, como por ir puliendo los remilgos ideológicos de esas mentalidades obtusas que todavía sienten un escalofrío homófobo cuando ven por televisión los fastos del Día del Orgullo Gay.
Ante esas “necesidades”, poco parece importar que Van Sant tenga pendiente de estreno en España y otros países una película tan extraordinariamente hermosa y sutil —pero en la línea de su cine más minoritario: Gerry, Elephant, Last Days— como Paranoid Park (2007). Como en todo, cuentan de cara a la galería antes que la creatividad (¿hay expresión más libre y desprejuiciada?) las labores de apostolado y conciliación, que precisan de películas pulcras que ganen estatuillas doradas, propicien catarsis emocionales y caídas del caballo, y nos hagan sentir “personas humanas” cuando expongamos en la estantería el correspondiente DVD.
Tal bienintencionada labor, con precedentes ilustres como Philadelphia (1993) o Brokeback Mountain (2005), brinda ahora otro jalón con Mi nombre es Harvey Milk, recreación de la vida y milagros del primer político estadounidense (concejal del ayuntamiento de San Francisco) que se declaró públicamente y ejerció su actividad como homosexual, logrando con su entusiasta y desinhibida dedicación que se promulgasen leyes contra la discriminación hacia su colectivo. Milk fue asesinado en 1978 por otro concejal de carrera frustrada en el consistorio.
Sería absurdo dudar de los méritos de Milk o de las intenciones de la película, que aunque referidos a coyunturas de hace treinta años siguen teniendo vigencia, como demuestran las noticias que un día tras otro nos hacen ver que la intransigencia moral sigue vivita y coleando para vergüenza de todos. Pero eso no debe confundirnos: Mi nombre es Harvey Milk peca de convencional, efectista y manipuladora, de manera no muy diferente a otras muchas producciones que por estas fechas aspiran a llevarse premios a casa, o a cintas convencionales del propio Van Sant como El indomable Will Hunting (1997) y Descubriendo a Forraster (2000).
La primera mitad del film es, con mucho, la más interesante: asistimos a la conversión de Milk —hasta los cuarenta años un tipo gris cuya homosexualidad estaba restringida a su intimidad— en un activista sin complejos que revoluciona la intersección entre las calles Castro y Market de San Francisco; haciendo del lugar una meca para los gays, sometidos por aquel entonces a numerosas cortapisas civiles en todo el país. Van Sant armoniza muy bien la ficción con imágenes documentales y fotográficas, y conjura en pantalla el pasado inmediato con una verosimilitud que hacía tiempo no veíamos. En cuanto a Sean Penn, su interpretación es espléndida; sería de justicia le procurase como mínimo su quinta nominación al Oscar.
Pero poco a poco, pese las excelencias fotográficas de Harris Savides y los claroscuros entrevistos del carácter de Milk, la película va deslizándose como el propio protagonista por las sendas del conformismo formal y el politiqueo inescrupuloso con el público, hasta llegar a unos extremos de subrayado emocional que socavan no poco lo conseguido hasta entonces. También la estructura dramática se adocena: las complejidades psicológicas de los personajes (entre ellas las de uno de los más interesantes, Dan White, encarnado también primorosamente por Josh Brolin) van dejando paso a la mecánica de los numerosos retos públicos que hubo de afrontar Milk. Se prima así el mensaje sobre las interioridades de quienes lucharon por transmitirlo, hasta producir en algunos momentos una cierta y paradójica aversión hacia el mismísimo personaje central: ¿Estuvo relacionada el ansia de reinvención personal de Milk con el hecho de que varias de sus parejas terminasen sus días catastróficamente?
Tratándose de una película de impecable factura y del todo recomendable por sus valores históricos y edificantes, Mi nombre es Harvey Milk no constituye en la carrera de Gus Van Sant un hito especialmente reseñable. Aunque bienvenida sea si, gracias al discurso lacrimógeno de Sean Penn en caso de recoger el Oscar, contribuye a que se “normalice” de una dichosa vez el tratamiento de estos temas, unos y otros aprenden a mirar más allá de sus condicionantes, y se estrena Paranoid Park.