Un guión plagado de lugares comunes, arritmias y contrasentidos en su desenlace echa por tierra las esforzadas labores del reparto y del director de fotografía
“Los barcos hacen agua. Es la naturaleza de las cosas”. Poco puede imaginarse el Jefe de Detectives Francis Tierney (Jon Voight) cuando alecciona a su hijo Ray (Edward Norton), también policía, sobre lo que debe hacer para resolver los asesinatos de cuatro miembros del cuerpo, que sus palabras serán perfectamente aplicables a los efectos de la investigación de Ray, que barrerá con años de corruptelas endogámicas entre los agentes de la policía neoyorquina y amenazará la estabilidad de su propia familia.
Cuestión de Honor sigue la estela de La noche es nuestra, Antes que el diablo sepa que has muerto y Dueños de la calle, películas recientes que están lejos de representar sólo anécdotas criminales; todas ellas, como la del realizador Gavin O’Connor sobre la que ahora escribimos, recuperan las texturas ásperas y severas del cine USA de hace treinta años para retratar críticamente la decadencia de ciertos valores y la crisis de confianza que nos ha tocado vivir.
Hay, sin embargo, una línea muy estrecha entre la filiación con la era dorada de un género a fin de actualizar su legado, y el manejo mimético de sus constantes confiando en su contrastada efectividad, en la complicidad de tantos espectadores a los que entusiasman estas sagas urbanas de envilecimiento social y personal y posterior redención.
Así, Cuestión de Honor es una película realizada y fotografiada de acuerdo con una estética esforzadamente realista, y está interpretada con gran convicción por un reparto que se luce en varias escenas de alto voltaje dramático y en el que también destacan unos excelentes Noah Emmerich (en el papel de Francis, hermano de Ray) y Colin Farrell (Jimmy, su cuñado).
Pero su guión -también escrito por O'Connor en colaboración con Joe Carnahan (Narc)- está plagado de lugares comunes, es demasiado derivativo. Más teniendo en cuenta que muchos de los conflictos que plantea han sido a estas alturas explotados hasta la saciedad no sólo en el cine, también en la televisión. Con todo, eso no sería lo peor si, al menos, la película fuese un refrito equilibrado. Pero es que además pierde fuelle con rapidez por culpa de una línea argumental errática, incapaz de equilibrar las presencias en pantalla de los diferentes personajes, y llena de reiteraciones. Y concluye con una serie de desenlaces encadenados que alargan inútilmente el metraje y rozan el absurdo, lo que termina de echar por tierra la gravedad algo impostada que O’Connor había impuesto a la narración desde el principio.
Sólo los fanáticos irredentos del cine policial podrán soslayar estos defectos, que para este crítico se revelan demasiado evidentes a la hora de valorar el conjunto, muy lejos en calidad de los referentes con que se pretende comparar el film. A veces nos quejamos de que el cine español no sabe hacer otra cosa que películas sobre la Guerra Civil. Viendo Cuestión de Honor no tiene uno más remedio que preguntarse retóricamente, ¿los norteamericanos no saben hacer otra cosa que películas policíacas?