El resto de los estrenos que irán produciéndose durante 2009 lo tendrá difícil para hacer sombra a esta hermosa y compleja película
Escribió Marcel Proust, el literato que ligó el sentido melancólico de la existencia a la remembraza del tiempo pasado y por venir, que “el verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos pasajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Como tantas de las suyas previas, esta excepcional película de David Fincher hace honor pleno a esa sentencia, que debería estar grabada a fuego en las mentes de quienes se consagran a la creación artística, la crítica o, por qué no decirlo, la propia existencia. No nacemos para camuflarnos con el entorno que nos ha sido impuesto. Ni para eludir las pruebas y oportunidades que surgirán al estar en el mundo. Sino para honrar a cualquier precio nuestras cualidades únicas; “lo mejor de nosotros mismos”, como apunta el muy peculiar protagonista del film, Benjamin Button (Brad Pitt). Cualidades que no nos procurarán en ningún caso la inmortalidad, pero sí pueden marcar la diferencia en lo referido al valor y la singularidad de los años que nos toque vivir. “El pulso que mantenemos con el tiempo está trucado: sabemos que saldrá ganando, hagamos lo que hagamos; sí, pero… ¿cómo?”, se ha preguntado la filósofa Severine Auffret. Y la consciencia implícita en ese interrogante, la subversión respecto del orden natural que manifiesta, constituye nuestra victoria como seres humanos.
Fincher lleva conjugando tal subversión en pantalla desde el principio de su carrera. Sin importar su filiación genérica, títulos como Alien 3, Se7en, The Game, El Club de la Lucha, La Habitación del Pánico y Zodiac coinciden en presentar protagonistas cuyo universo cotidiano, al que no terminan de adaptarse, salta por los aires con la irrupción de un elemento extraño que emprende un proceso sistemático de demolición contra sus psiques y sus entornos. La genialidad de Fincher reside en haber confiado esa misión catártica no a agentes del bien, que a estas alturas de la película ya han demostrado todas sus potencialidades y limitaciones, sino en los del mal, la oscuridad, lo monstruoso, con lo que ello implica en términos de vértigo existencial al borde del abismo; y en la concreción formal de esa influencia sediciosa a través de imágenes subliminales, digitales y de un virtuosismo deslumbrante que ponen en solfa las convenciones ideológicas del realismo cinematográfico.
El curioso caso de Benjamin Button es otra muestra ejemplar de estos rasgos autorales. Se basa, como Forrest Gump, en un guión de Eric Roth (inspirado a su vez en un relato de F. Scott Fitzgerald), y un análisis perezoso equipararía ambos films en tanto fábulas sobre la historia de los Estados Unidos durante el siglo XX a través de las miradas de individuos peculiares, cuyas presencias inducen un cambio de mentalidad en aquellos con quienes se cruzan. Pero si en la película de Robert Zemeckis sucesos y personas se sometían a la filosofía conformista de un retrasado mental, en la de David Fincher pasan a adquirir una hondísima y pesarosa profundidad ya desde el inquietante punto de partida: terminada la Primera Guerra Mundial, un misterioso artesano hace que las manecillas del enorme reloj que se le había encargado giren hacia atrás, con el fin de intentar recuperar metafóricamente la vida de su hijo y la de tantos otros fallecidos en el conflicto.
En exacta sincronía con la puesta en marcha del reloj, nace Benjamin Button. Un ser humano condenado como los demás a morir, pero con una insólita tara física que en cierto modo materializa la utopía (¿maldición?) del relojero: Benjamin crece en sentido opuesto al habitual. Es decir, de bebé presenta la fisiología de un anciano, y con el paso de los años va siendo cada vez más joven. En “La flecha del tiempo”, el escritor británico Martin Amis planteaba la misma paradoja; pero al hacer que el universo entero (y no solo el principal personaje) siguiese un rumbo inverso, su intención pasaba por reflexionar con pesimismo sobre lo relativo de nuestros códigos éticos, trabados a un orden determinado de las cosas. Roth y Fincher, en cambio, dejan bien claro en primer lugar que la condición anómala y hasta vampírica de Benjamin (su progresivo vigor corre paralelo a las muchas muertes que se suceden en la residencia de ancianos donde se le acoge y transcurre gran parte de su vida) es un atentado contra natura cuya víctima última será el propio afectado; y, en segundo lugar, muestran cómo su influencia jovial permea las existencias de quienes tienen la suerte de conocerle haciéndoles comprender que, si bien es cierto que nada evitará su fallecimiento, en el entretanto es una pérdida de tiempo rendirse a la autocompasión, la debilidad o la autocomplacencia. Que siempre estarán a tiempo, mientras les queden fuerzas para ello, de reinventarse a sí mismos en base a aquello que se hayan atrevido a reconocer interiormente como atributos ineludibles.
Hay una concordancia maravillosa entre los dones que descubre a los demás esa figura trágica y desarraigada que es Benjamin, y aquellos que está en manos de un artista como David Fincher aportar con “la tremenda fluidez de la auto-revelación” (Henry James): El curioso caso de Benjamin Button está tocada por la gracia en todos y cada uno de sus aspectos técnicos; abunda en momentos de una turbadora poesía y en secuencias antológicas —dos en especial: el enfrentamiento con el submarino y el atropello—; y revoluciona lo que se entendía hasta hoy por interpretación de un actor gracias a los efectos infográficos. Si a ello añadimos juegos con la textura de la imagen y otros cuantos atrevimientos propios de quien no tiene miedo a explotar al máximo las posibilidades del medio en que se expresa, el lector entenderá nuestro entusiasmo. Puede que El curioso caso de Benjamin Button tenga defectos. Pero son tan inapreciables en comparación a sus virtudes, que sería mezquino sacarlos a colación. Resulta desconcertante haber visto ya a principios de 2009 una película tan hermosa y compleja. El resto de los muchos estrenos que irán produciéndose este año lo va a tener difícil para hacerle sombra.