Película áspera, reiterativa y opaca, que puede llegar a exasperar pero termina constituyéndose en un ejemplo de coherencia artística con el biografiado
Cuando terminaba Che: El Argentino, dejábamos al combatiente por las libertades y la igualdad social Ernesto Guevara (1928-1967) en puertas de que triunfase la causa más sonada a la que estuvo adscrito, la revolución cubana. En nuestra crítica del film, os contábamos que el guionista Peter Buchman y el director Steven Soderbergh habían perfilado en aquella primera mitad del díptico sobre Guevara, basado en sus propios escritos, un retrato abstraído y elusivo del personaje a fuerza de evitar la continuidad narrativa y los aspectos más tópicamente mitificados de su figura. Nos hallábamos ante un reseteo del Che que nos obligaba a atender, siguiendo la mirada respetuosa de Soderbergh, al individuo concreto que iba forjando día a día una existencia conforme a los ideales que propugnaba. A la victoria por el ejemplo.
Che: Guerrilla, la mitad última de un conjunto que aventuramos será más reconocido en el futuro de que lo que está sucediendo con motivo de su estreno, insiste en esa veta contemplativa e incluso la refuerza. Con una pobreza de medios evidente, con su renuncia al formato panorámico y su fijación exclusiva al agreste paisaje de Bolivia donde tuvo lugar la postrera y desastrosa campaña del Che (de nuevo un magnífico Benicio del Toro), Guerrilla no brinda ni un solo asidero emocional.
Se trata de una película áspera, reiterativa y opaca, que arranca con una nueva personalidad para Guevara —motivada por su entrada de incógnito en la Bolivia del dictador René Barrientos— y concluye con su ejecución en una choza. Ni rastro de épicas que promuevan identificaciones consoladoras ni de discursos complacientes. Salvo uno, que viene a prestar sin embargo todo su sentido a la monótona sucesión de marchas, acampadas, escaramuzas, emboscadas y tiroteos que conforman los muchos minutos de metraje. Descansando junto a una fogata, Guevara reflexiona en voz alta sobre la condición de revolucionario: “Se trata del estadio más alto de la evolución humana”. Y aunque puedan sonar ilusas, sus palabras transmiten una extraña convicción gracias a la austeridad con que se retrata su voluntad de hierro, más perdurable que el acabamiento de sus fuerzas y la derrota momentánea de sus creencias. Las imágenes de Che: Guerrilla terminan por adquirir así cualidades ascéticas en las que se perciben los ecos distantes de Werner Herzog o, como ha señalado Roberto Morato, Terrence Malick.
En esa sensibilidad telúrica, apegada al instante y la tierra, refractaria a cualesquiera retóricas y mistificaciones demagógicas tan caras a aquellos que buscan manipular al espectador, reside la fuerza de Che: Guerrilla. Aunque el precio a pagar, su árida concreción formal, llegue a exasperar. ¿Quién ha dicho que hacer la revolución sea divertido?