Lo que podía quedar en un retrato y lamento reivindicativo de otras cintas se transforma en una aventura propia del sueño americano.
El caracter taciturno de Slimane (Habib Boufares) contrasta con la algarabía que hay a su alrededor. Su ex-mujer y sus tres hijos celebran los domingos copiosas comidas familiares a la que se unen yernos, nietos, cuñados, sobrinos... en las que se da cuenta de los recuerdos familiares y se navega por los restos de la cultura originaria. Su hija adoptiva, Rym (Hafsia Herzi) pasea la ebullición de su adolescencia por la pensión de su madre y anima las tardes a Slimane a la vez que le ayuda con las tareas domésticas. Los otros inquilinos, una veterana banda de música árabe a la espera de una nueva actuación, disipan las horas tocando por los pasillos o comentando los asuntos de Slimane y sus mujeres.
Esta primera película de Abdel Kechiche estrenada en España comienza con los ingredientes típicos de una cinta llamada a reivindicar las dificultades de una comunidad inmigrante, los tunecinos, en un país occidental, Francia. Al más puro estilo Ken Loach, rodando en escenarios naturales, cámara en mano y con actores no profesionales, el director nos acerca a la dura realidad de un grupo de supervivientes alojados en la frontera del bienestar social, siempre con el paro y las dificultades económicas acechando sus vidas. Esta precariedad contrasta con la alegría que surge de las reuniones alrededor de la comida y la música. Muestra de ello es la larguísima secuencia del almuerzo dominical familiar, donde quedan manifestadas toda la idiosincrasia y peculiaridad de los personajes.
Kechiche abunda en la longitud de las secuencias y abusa de los primeros planos. La ausencia de otros recursos narrativos lastran parte del film, probablemente debido a la obnubilación del realizador con detalles de su origen patrio. Si bien es cierto que toda esta morosidad cobra sentido en las tajantes y acertadas secuencias finales, algún tijeretazo en el montaje hubiera aliviado cargas innecesarias al espectador.
Sin embargo, el engañoso proceder de la primera mitad del film se transforma en una interesantísima aventura personal en su segunda parte. Slimane, con la ayuda de su ahijada Rym, decide aprovechar las dotes culinarias de su ex-esposa y montar un restaurante en la cubierta del barco que ha comprado con su indemnización. He aquí que lo que podía quedar en un retrato y lamento reivindicativo de otras cintas se transforma en una aventura propia del sueño americano cuando los protagonistas, documentos en mano, recorren una serie de estamentos administrativos para conseguir la apertura de su restaurante.
El cambio de actitud de Slimane sin perder su hieratismo, silencio y humildad habituales, transforma su entorno. A sus 60 años trabaja denodadamente por sacar adelante su proyecto a pesar de todas las dificultades legales, personales y económicas que le rodean. Y esa aureola de determinación serena hace que todos se unan a su empresa, olvidando rencillas personales, odios amorosos e incluso maldiciones familiares. El precio que tendrá que pagar Slimane para conseguir su objetivo es altísimo y está narrado con la tenacidad de un gran cineasta, pero la enseñanza que nos deja este personaje tunecino, despreciado por su origen y su edad, es digna de estudiarse en las mejores escuelas de emprendedores de occidente.