El desafío - Frost contra Nixon

Al parecer, la distribuidora de la nueva película de Ron Howard (Una mente maravillosa, El código Da Vinci), escrita por Peter Morgan (El último rey de Escocia, The Queen), teme que no tenga en España la suficiente repercusión debido a que los hechos reales en que se inspira están anclados en una coyuntura política muy específica y local, ya tratada además por films sobradamente conocidos como Todos los hombres del Presidente (1976) o Nixon (1995).

Innegablemente, se precisan interés y conocimientos previos para que el visionado de Frost/Nixon se traduzca en una experiencia satisfactoria: la acción se ubica en 1977, tres años después de que el presidente más impopular de la historia de los Estados Unidos hasta el nombramiento de George W. Bush se viera obligado a dimitir a causa del escándalo Watergate. Nixon (encarnado, como en la obra teatral del propio Peter Morgan, por Frank Langella) no solo no había entonado todavía el mea culpa por encubrir las actividades de los hombres que espiaron a su servicio al Partido Demócrata, sino que decidió someterse a una amplia entrevista beneficiosa para él, que le redimiese a ojos de sus conciudadanos. Para ello, aceptó la propuesta económica de un presentador británico especializado en variedades, David Frost (Michael Sheen, intérprete del primer ministro Tony Blair en la citada The Queen), a quien pensó podría manipular a su antojo.

Toda la película gira en torno a las estrategias, a medias entre la partida de ajedrez y el combate de boxeo, que desarrollan Nixon y sus asesores contra Frost y los suyos para llevar la entrevista a su terreno, a lo largo de las cuatro sesiones que la compusieron. El ex-presidente lucha por que no se le escapen confesiones comprometedoras y por lavar su imagen. El periodista necesita imperiosamente un éxito que procure respetabilidad a su carrera y le permita recuperar el dinero que ha pagado a Nixon de su propio bolsillo. Las excelentes interpretaciones de Sheen y Langella, los brillantes diálogos de Morgan, y una realización más vibrante de lo habitual en Ron Howard (muy sustentada, eso sí, en el montaje de sus colaboradores habituales, Mike Hill y Daniel P. Hanley), hacen que funcione en casi todo momento esta combinación explosiva de crónica sobre una época convulsa, enfrentamiento de voluntades, y reflexión acerca del ejercicio del poder en una era mediática precursora de la contemporánea.

Se echa en falta, sin embargo, más sustancia. La mayor flaqueza de Frost/Nixon no es a la postre que requiera del espectador tener inquietudes, sino precisamente que, en cuanto película, ella misma adolece de cierta fijación con la reconstrucción histórica, el momento ingenioso, la frase para el recuerdo, en desdoro de un discurso más exigente, que trascienda la anécdota por muy relevante que esta pueda parecer. Un discurso esbozado, pero que nunca llega a tomar cuerpo salvo en una fantasmagórica conversación telefónica entre los antagonistas del relato, y que tiene que ver con la desdichada condición compartida por político y entrevistador: ambos resultan ser personas acomplejadas, insatisfechas con la imagen que de sí mismos ofrecen a los demás, y por ello caen en la tentación de sublimar sus frustraciones mediante el poder mediático; ejecutan números circenses cada vez más peligrosos para llamar la atención, para conseguir el aplauso ajeno; y eso les pone contra las cuerdas, les obliga a forzar la máquina hasta desaparecer como seres humanos y devenir actores trágicos de sí mismos, de ese drama impostado sobre delincuentes que han de confesarlo todo y justicieros populares.

En unos tiempos en que la privacidad y el silencio han pasado a considerarse crímenes, y se hace ostentación públíca de cualesquiera minucias y miserias para sacarles réditos, la película de Ron Howard nos advierte de que los sueños de la aceptación producen monstruos. Ya sean políticos, periodísticos o ciudadanos. Nuestro presente está plagado de descendientes de David Frost y Richard Nixon.