La última cinta de Salvador García Ruiz –responsable de “Mensaka”, “El otro barrio” y co-guionista de la recién estrenada “Cachorro”- es un ejercicio de silencio; porque en “Las voces de la noche” el tiempo que se emplea en pensar las cosas y no decirlas al aire, cuando no hablamos y todo lo forman los gestos, los pasos y las miradas, es el medio natural en el que crece la película.
El director cuenta la historia de un amor –porque a pesar de desarrollarse en tiempo de entreguerras, la base es una estricta historia de cariño- surgida de una novela de la recientemente fallecida autora italiana Natalia Ginzburg, de nombre casi homónimo “Las palabras de la noche”.
Debe ser la extrema sensibilidad femenina de la autora italiana la que ha hechizado a García Ruiz para realizar una película difícil de llevar, arriesgada comercialmente en su consideración de cine de autor con lo que conlleva de complicación para llevar a buen puerto de celuloide.
La galardonada Laia Marull interpreta a Elisa, una chica de un pueblo de provincias que mantiene una relación en secreto con Jorge –interpretado por Tristán Ulloa-. Los dos llevan años con una aparente y extraña vida de soltería en un pueblo en el que todos se conocen y murmuran; pero los dos se unen a escondidas, como desesperados amantes animales. No es que sus familias sean los Montesco y los Capuleto, que el padre de ella sea Republicano y el de él falangista, lo único a lo que le tiene miedo la pareja que se ama a oscuras es al compromiso público, a hablar de su relación en voz alta.
Salvador García Ruiz llegó a estar tentado de trasladar la idea a la actualidad, ya que perfectamente podía reubicar la historia que cuenta “Las voces de la noche” a una pareja de veinteañeros que se quieren emancipar de casa pero no se atreven a compartir piso ellos dos solos.
En definitiva, es el miedo al compromiso -a la obligación- lo que lleva a los personajes a desarrollar sus acciones, lo que marca sus pensamientos, y que al exteriorizarse por medio de silencios, lleva al peligro irremediable –a no ser que seas Stanley Kubrick- de sufrir bajones, parones, cabezadas, en el trayecto de la pareja silenciosa.