Hace gala de un clasicismo cinematográfico que descarta todo artificio para apostar por una espléndida dirección de actores y por una narración sencilla.
The visitor es una de esas obras que, aún viniendo precedida del prestigio reconocido en diversos festivales internacionales, corren el riesgo de pasar desapercibidas entre tanto aluvión de estrenos cinematográficos con nombre propio en sus carteles promocionales. Sin embargo, requiere una especial atención por los méritos que conlleva.
Estamos delante de una película sencilla y pequeña cuyo director y guionista, Tom McCarthy, resulta un perfecto desconocido para el gran público (sólo unos pocos le recordaran por su anterior trabajo, Vias cruzadas). Lo mismo sucede con su plantel actoral: su protagonista, Richard Jenkins, nominado al Oscar por su intervención aquí presente, es el rostro que todos creemos reconocer pero nadie se atrevería a decir donde se le ha visto antes de ésta, su primera y poderosa intervención principal.
En los primeros planos de lo que va a ser su andadura y posterior redención, descubrimos a un profesor viudo de universidad, Walter Vale, que vive en soledad consigo mismo y que funciona a golpe de costumbres. Tan autómata vida ya no alberga ninguna esperanza ni emoción por su trabajo ni por los que le rodean. Cuando es enviado a Manhattan a una conferencia, descubrirá que una pareja de inmigrantes ilegales está instalada en el apartamento que él posee. Sorprendido, Walter comprueba que la pareja ha sido víctima de una estafa inmobiliaria y decide permitir que se queden en el apartamento junto a él mientras buscan un lugar donde vivir.
A partir de aquí, acompañamos a Walter en un viaje interior hacia la empatía y el cariño que le produce tan fortuito encuentro y que, lejos de provocarle rechazo, se deja llevar por el fuerte choque de generación y cultura foráneas para recuperar así la ilusión de alzarse en pie un día más.
La ecuación de los personajes no podía ser más sorprendente. Si Walter es -en apariencia- un huraño profesor universitario al borde la jubilación, la pareja que se encuentra -una senegalesa que vende pendientes y pulseras hechas a mano por ella misma y un chico sirio que se gana la vida tocando el djembé-, son lo opuesto a él. Pero el resultado final, y ahí reside la grandeza de la operación matemática, suma enteros tirando por la amistad, la simpatía y la comprensión. Más tarde, la operación se tornará más compleja con la aparición en escena de la madre del joven.
La cinta subraya la elección entre tornar los ojos y no mirar a nuestro alrededor o decidir abrir las manos con la mayor franqueza posible a un consolidado mestizaje cultural. Walter abre su corazón a la construcción sentimental de una nueva (y estrambótica) familia, con una educación y vida completamente distante de lo que ha sido la suya y en la que quizás sea la última oportunidad del profesor para volver a compartir lo que en su día vivió con su mujer fallecida.
En esa situación, sus personajes se encuentrea, se miran, se emocionan y aúnan soledades en un mundo que parece no atender al juicio moral. En un vaiven de vidas cruzadas el cariño es la piedra angular que articula el paso del cuarteto protagonista, y juega con la idea de que todos podemos tener un nuevo comienzo, con quien sea, en el momento que sea, dentro de una realidad social de nuevo orden humano.
El filme hace gala de un clasicismo cinematográfico que descarta todo artificio para apostar por una espléndida dirección de actores y por una narración sencilla, en perfecta sintonía con su historia y más aún si cabe, con sus personajes. Su cadencia es pausada y contemplativa, repleta de silencios y de momentos íntimos. Los sentimientos están desnudos de todo ornamento, especialmente en el tramo final donde sorprende con un romanticismo que nos muestra cómo la emoción puede aparecer incluso en la más dura de las circunstancias.
En definitiva, cine sincero de corte social que recuerda que la simplicidad puede ser la cúspide del lenguaje cinematográfico.