La brutal depuración estilística de la película es fiel al modo de estar en el mundo de sus personajes
En uno de los muchos momentos significativos del sólo en apariencia sencillo guión de Robert D. Siegel que ha dado lugar a la mejor película del realizador Darren Aronofsky, el luchador de wrestling en decadencia Randy Robinson (Mickey Rourke) comparte con uno de sus jóvenes admiradores, vecino de barriada white trash, partidas en una vieja consola Nintendo de ocho bits. El chaval se queja de que el videojuego de lucha de los ochenta, protagonizado por el propio Randy, no permita adoptar avatares diferentes, cambiar de bando o perspectiva como sucede en los de hoy. Él es hijo del siglo XXI, de un enunciado de la personalidad líquido, mutable y adaptativo. Randy, en cambio, insiste en jugar una y otra vez la partida de escueta programación y pixelado primario que recrea monolíticamente su instante de mayor gloria deportiva, acaecido veinte años atrás.
En esta secuencia se cifra de modo admirable el discurso amargo y a la vez épico de El Luchador, crónica del fracaso de un ser humano que depositó todas sus esperanzas en espejismos a costa de su alienación sentimental, y a quien finalmente solo le resta la dignidad de apurar hasta el fondo el sentido de la vida que forjó para sí, transmutando su azaroso devenir existencial en leyenda, en obra de arte, a través del sacrificio: el apodo como luchador de Randy es en inglés The Ram, en referencia al embestir pero también a los carneros, animales inmolados con frecuencia en cultos religiosos. Las cualidades atormentadas y extáticas de El Luchador ya habían sido perfiladas por Darren Aronofsky en sus films previos —Pi (1998), Réquiem por un Sueño (2000), La Fuente de la Vida (2006)—, pero nunca habían atravesado los ojos del espectador con aristas tan lacerantes como en este implacable drama, merced a una radical depuración estilística que deja a un lado cualesquiera manierismos a la moda para ceñirse a la sangre, el sudor y las lágrimas de sus personajes.
Hay mucho de elegiaco, de reivindicación primaria y desesperada de los cuerpos, en el retrato asfixiante por cercano de Randy, obsesionado por dotar de realidad, heridas mediante, tanto sus combates simulados de wrestling como el aséptico trabajo en una charcutería que acepta circunstancialmente (y donde su hombría es puesta en entredicho; The Wrestler es también una película sobre la declinante condición masculina). La misma reivindicación física atañe a Cassidy (Marisa Tomei), una lap dancer que podría representar la última oportunidad emocional para el deportista; así como a su hija Stephanie (Evan Rachel Wood), con quien Randy sella una reconciliación provisional gracias al baile.
Cassidy y Randy encarnan la cara menos favorecedora del sueño americano. Sus historias son un eslabón más de toda una tradición crítica de aquel país que antes había fijado su atención en el ocaso de cowboys, astros del cine o boxeadores. Pero en sus derrotas a manos de un sistema cuyas normas de funcionamiento son demasiado sofisticadas para ellos reside asimismo la victoria del luchador y la stripper, pues en su impotencia para escapar a la materialidad intensa e imperfecta que conforma su estar en el mundo, hay una nobleza de la que carecen quienes ejercen de supervivientes natos de la realidad pagando el precio de una condición volátil, virtual. Una disyuntiva que también planteaba recientemente David Mamet en Cinturón Rojo, y que sobrevuela el cine USA desde El Club de la Lucha.
Hay más puntos de interés en The Wrestler, como esa nostalgia generacional de los triunfantes años ochenta, que han dado paso en la madurez a un despertar desorientado en tierra de nadie. Algo en lo que tiene mucho que ver la fascinante fusión de realidad y ficción que concita la inconmensurable interpretación del renacido Mickey Rourke… Pero, sobre todo, esta película es una llamada a reflexionar sobre nuestras derivas, sobre la fidelidad a lo más propio de nosotros mismos, aquello que ha inspirado con sangre, sudor y lágrimas nuestras acciones más auténticas, no importa si somos luchadores o funcionarios.
Un buen amigo que ha visto la película me ha comentado su inquietud ante el destino de Randy, con el que hasta cierto punto ha empatizado. Uno no es nadie para dar consejos, habida cuenta de que arrastra su propio y abultado archivo de fracasos. Pero sí está seguro de que es mejor tomar decisiones y empeñar en ellas el alma, incluso aunque se puedan revelar erróneas con el tiempo, que languidecer al sol que más calienta o al albur de corrientes acomodaticias: “Si vives duro y juegas duro, si prendes la vela por ambos extremos, pagas un precio por ello. Es así. Yo ya no soy tan guapo como era, ni oigo tan bien como antes. Pero todavía estoy aquí: Soy Randy The Ram Robinson”.