Cuando todo apuntaba a la retirada de Clint Eastwood como intérprete después de Million Dollar Baby (2004) debido la escasez de personajes con su edad y perfil, apareció el guión de Gran Torino en las manos de Robert Lorenz, el alma de Malpaso Productions, la productora de Eastwood. Nada menos que la historia de un jubilado de la industria del automóvil y veterano de guerra cuyo refugio frente a un mundo que no entiende es beber cerveza, mantener siempre a punto su rifle y abrillantar el Ford Gran Torino del 72 que guarda en su garaje.
Algo indispensable distingue a un cineasta con mayúsculas del resto. Algo que sólo se desvela tras contemplar sus películas una vez que el autor ha alcanzado el final de su carrera. Ese algo que lo diferencia del resto de fabricantes de imágenes es que toda su obra está recorrida por un asunto común, una corriente subterránea que aflora con mayor o menor fuerza en sus obras y que le proporciona cierto grado de cohesión. En Martin Scorsese es el sentimiento de culpa y sus consecuencias morales. En Francis Ford Coppola es el irremediable paso del tiempo. En Clint Eastwood es el sentido de justicia.
Clint Eastwood lleva unos años deteniendo su mirada en lo que lo rodea y señalando sin titubeos lo que considera equivocado. Y lo hace con la aflicción y serenidad de un viejo sabio, el que conoce su final y que la historia seguirá con o sin él, pero sin dejar de mostrar su punto de vista para quien desee verlo. Esta honestidad empieza consigo mismo. Sabedor de que, por muchas películas que haga, pasará a la historia por encarnar a Harry el sucio, no reniega de ese personaje, más bien al contrario, lo tiene largamente asumido y comprende que ha llegado a ser quién es gracias a él. Aunque se trate de un detective sin escrúpulos cuyo código ético se ajustaba más al calibre de su Magnum 44 que a las normas policiales.
Gran Torino, la cinta que nos llega del exalcalde de Carmel, es una misiva. Una carta del hombre al personaje, abierta, para que podamos verla los espectadores. Una epístola de despedida, de homenaje, al modo de la emocionante despedida que supuso Sin perdón (1992) para Sergio Leone y Don Siegel. Esta carta cuenta lo siguiente:
Walt Kowalsky, veterano de la guerra de Corea, es un jubilado de la industria del automóvil que observa como el mundo que él ha ayudado a construir le resulta ahora irreconocible. Su mujer, Dorothy, falleció hace unos meses y sus hijos, unos chicos bien criados y con buenas profesiones en la ciudad, apenas se comunican con él, pertenecen a otro mundo. Walt se refugia en su casa pulcramente pintada y con el césped impolutamente cortado. Sus únicos placeres son sentarse en el porche a beber cerveza, mantener siempre a punto su rifle M-1 y limpiar su particular tesoro: un Ford Gran Torino del 72 que descansa en su garaje, la representación de todo lo que valora de otra época. Él mismo trabajaba colocando la barra de dirección en esos modelos.
Walt desconfía de cuanto le rodea. La barriada está llena de asiáticos que parecen todo iguales. Las casas se caen a trozos de puro descuidadas. Los jóvenes vaguean por la calle en bandas criminales. Pero ya no tiene edad para imponer su orden como lo haría Harry. Se limita a velar por su casa como un centinela insomne, la única en cuyo jardín ondea con orgullo la bandera estadounidense. Hasta que una noche alguien intenta robar su Gran Torino.
Incapaz de reconocer al ladrón, sospecha de los pandilleros del barrio a los que se ve obligado a desalojar casi a tiros de su jardín cuando se hallan enfrascados en una pelea. La familia vecina, perteneciente a la comunidad hmong y agradecida por salvar a su hijo de una paliza, le obsequia con regalos. Thao, el chico salvado, se pone a las órdenes de Walt para realizar los trabajos que le ordene. Su madre piensa que será una buena influencia para él, ante la ausencia de su padre.
Walt empieza ver virtudes en Thao: el esfuerzo, su disciplina en el trabajo, los resultados que obtiene. También en su familia reconoce valores como los de antaño, como los suyos, que creía ya olvidados. Walt empieza a tener más afinidad con estos orientales que con sus propios hijos. Empieza a comprender que el origen de su racismo está en su incapacidad para ver y entender.
El sentido de la justicia de Eastwood le llevó a retratar un conflicto bélico desde los dos puntos de vista de los países enfrentados. Le llevó a plantear la eutanasia como una salida válida para quien no puede luchar por sus sueños. Le llevó a cerrar todo un género, el western, despreciando la naturaleza violenta y despiadada de las leyendas que lo sostienen. A aborrecer la pena de muerte en cualquiera de sus variantes. Ahora, Eastwood ajusta la biografía de Harry Callahan hablándole a la cara: es hora de cambiar.
Tuyo sinceramente, Clint.