El guión no tiene ni pies ni cabeza, los diálogos servirían para hacer una antología del despropósito, y la realización sencillamente no podría ser peor.
Uwe Boll es un director al que, al parecer, le da lo mismo retar a un combate de boxeo a los críticos de cine que se oponen a su manera de trabajar, que atender a una campaña de recogida de firmas para solicitar su jubilación anticipada (por el bien del mundo del cine, suponemos). Asimismo, nos tememos que tampoco le haya supuesto un gran trauma que actualmente se le considere sucesor de Ed Wood, en lo que a ser el peor realizador fílmico del mundo se refiere.
Por fortuna para la salud mental del público en general, no han sido demasiadas las películas que han llegado a estrenarse en nuestras pantallas con la firma del director alemán. Entre ellas Alone in the dark (2005) destaca por haber logrado tal proeza, pero en los tiempos que corren, de cómodo acceso a las obras cinematográficas, seguro que no ha sido difícil que mucha gente haya acabado patidifusa tras el visionado de antologías del despropósito como las dos partes de Bloodrayne (2006 y 2007).
Otra de las características de Boll es su obsesión por trabajar con adaptaciones de videojuegos. Además de las tres cintas ya mencionadas y de la que aquí nos ocupa –basada en Dungeon siege–, data de 2008 Far cry, realizada en su país de origen. No es un apunte demasiado alentador para aquellos espectadores que gusten de encontrar cierta enjundia en las historias que van a ver a las salas de proyección.
En el nombre del rey nos sitúa en la época medieval para narrarnos cómo un granjero pacífico, pero de combativo pasado, deberá abandonar su tranquila existencia para vengar la muerte de algunos miembros de su familia, así como para encontrar a la desesperada a su mujer, que ha sido raptada por unos siniestros invasores que recuerdan poderosamente –salvando las distancias– a los orcos de la trilogía de El señor de los anillos.
Aparte del protagonista –un Jason Statham que repite su papel habitual, luciéndose en diversos momentos de lucha–, tenemos un grupo de aliados que le apoyan, así como la corte que orbita en torno al monarca de país donde se desarrolla la acción. También hay espacio para unos cuantos villanos conspiradores, damiselas con poderes sobrenaturales, irrisorios guerreros del bosque –émulos de los miembros del Cirque du Soleil– y, en definitiva, un confuso batí burrillo donde todos intentan encontrar su lugar a lo largo de las dos horas de metraje. Conociendo al director dudamos, eso sí, de que tal desbarajuste se deba al recorte de una hora en la duración planeada originalmente.
No se salvan los aires de serie B que sobrevuelan toda la cinta –más obvios en los flashbacks y en el torpe uso de los efectos especiales–, ni los aires artificiosos que nos asaltan desde el arranque de la misma. El guión no tiene ni pies ni cabeza, los diálogos servirían para hacer una antología del despropósito, y la realización sencillamente no podría ser peor. Sirva como dato que la película ha sido hasta la fecha el mayor fracaso de Uwe Boll: costó 60 millones de dólares –el mayor presupuesto movido por el germano–, pero de momento sólo ha recaudado 12 en cines.
Como curiosidad, son muchas las caras conocidas que constan en el reparto, pero en su mayoría están en horas muy bajas (Burt Reynolds, Ray Liotta) o son rápidamente desaprovechados por el torpe Boll en escenas que constantemente mueven a la risa involuntaria.