Los abrazos rotos

Me habrán de permitir los lectores que por primera vez en mucho tiempo ejerza la crítica desde el yo. Que abandone toda voluntad de análisis y me rinda a reflexiones subjetivas que son casi confesiones desde el subsuelo, como las de aquel personaje anónimo y rencoroso de Dostoievski que deliberaba obsesivamente acerca de la razón, la cordura y la virtud como posibles intereses de sus semejantes, y terminaba concluyendo con desaliento que tratar de vivir “una vida buena y sensata”, intentar servir “de antorchas humanas para iluminar el camino de nuestros prójimos”, solo conduce “a darse por vencidos, algunos en medio de un escándalo, y a menudo de un escándalo indecente” dada la “flagrante estupidez y tontería de los hombres, capaces de poner en peligro hasta su vida nada más que para inyectar su propias fantasías, desastrosas y letales, en cuanto les rodea”.

Los abrazos rotos, como trece o catorce de los largometrajes previamente escritos y realizados por Pedro Almodóvar (el total de su filmografía suma diecisiete), es una película que le obliga a uno a contenerse para no ceder a escándalos públicos indecentes como los que vaticinaba Dostoievski, a vandalismos de corte dadaísta, a magnicidios, vista la impenetrabilidad de sus admiradores a unos argumentos racionales que dejan bien claro una vez más lo pésimo guionista y realizador que es “nuestro manchego más universal”. Porque sobre el papel, como enunciado, Los abrazos rotos es un triángulo amoroso trágico conjugado en clave de melodrama y cine negro, así como un homenaje de Almodóvar a sus referentes artísticos más queridos y una reflexión sobre la evolución de su propio cine. Pero en pantalla, no importa lo que haya ambicionado su autor, las calidades estrictamente cinematográficas de la película se revelan tan infectas que detenerse un minuto a especular sobre sus propósitos latentes sería, como escribió el novelista ruso, inyectar en ello fantasías. Y prefiero no especular con qué intenciones querrán imponerse esas fantasías, porque no sé qué da más miedo: que tengan un fondo crematístico, o que respondan a convicciones ideológicas y culturales.

No se atisba en Los abrazos rotos dominio alguno del ritmo, la gradación narrativa ni la elipsis. Las interpretaciones son, siendo benévolos, irregulares, debido sobre todo a que los actores se ven forzados a recitar unos diálogos que no habrían merecido el aprobado ni en un cursillo municipal de guiones, por burdamente explicativos e incapaces de cribar entre lo relevante y lo accesorio. La realización está llena de ocurrencias caprichosas, pero no sabe articular en ningún momento un discurso coherente acerca de los temas que plantea. Tampoco se consigue que funcionen emocionalmente ni el humor ni lo trágico. La dirección artística y la fotografía parecen limitadas a introducir y resaltar un objeto rojo en cada plano. La autocomplacencia reina a su antojo en el retrato del director Mateo Blanco (Lluís Homar), tanto en el presente como en el pasado. Las menciones a Rossellini, Magritte o Louis Malle son tan groseras como las que podría hacer un advenedizo, y a ellas hay que sumar las no menos subrayadas (e interesadas) respecto del diario más leído en nuestro país. Todo lo relacionado con Rubén Ochandiano, Tamar Novas y Alejo Sauras peca de extemporáneo, cuando no de absolutamente ridículo...

En fin, una incompetencia creativa sólo comparable con la de Frank Miller en la reciente The Spirit o con la de Ed Wood a lo largo de toda su trayectoria. Pero como uno, por mucho que lo intente, se estrella contra todas y cada una de las propuestas de Almodóvar, y luego comprueba que otros, muchos otros, entran en éxtasis y deducen profundas lecturas de ellas, achacándonos de paso falta de sensibilidad y de agudeza crítica, habrá que pensar en traumas subjetivos y frustraciones varias por nuestra parte, en una naturaleza inepta para valorar las flores que nacen más allá del sótano del miedo desde el que escribimos estas líneas.

Encerrémonos, pues, y abandonémonos en soledad a nuestros vicios, a ese tipo de películas que osan brindarnos (¡cómo se atreverán, qué vulgaridad!) un mínimo de cohesión formal y de autoexigencia: Pozos de ambición, El luchador, La cuestión humana, El curioso caso de Benjamin Button, La clase… Pero, ¿qué oigo? ¿Qué es ese repentino tumulto? ¿Acaso esa turba creciente que bate contra nuestra trampilla desea compartir el visionado de tales títulos apenas han sido citados? ¿No os gustaba Almodóvar? ¿Decís ahora que no, que era todo impostura y modernez? ¿Miedo a no parecer integrados en vuestra comparsa de copas, viajecitos y tendencias? ¿Ahora pedís comprensión? Yo me limito a contemplar vuestros rostros, súbitamente crispados por las primeras sospechas en torno a la falsaria concepción almodovariana del cine y la existencia, y digo únicamente cual Rorschach: NO.