Se trata de un biopic rutinario que cae en la narración convencional, filmado con extremo academicismo.
Después de sus dos estelares roles que la imbuyeron en el melodrama de época de la mano de Joe Wright (a saber, las magníficas Orgullo y prejuicio y Expiación), Keira Knightley vuelve a tomar las riendas de un papel protagonista de corte histórico, verídico esta vez, en La duquesa, bajo la batuta del desconocido director -que no debutante- Saul Dibb.
Ambientada a finales del siglo XVIII, su historia se centra en la vida de Georgiana Spencer, una bella joven que se casó con el duque de Devonshire, entrando a formar parte de la clase alta galesa así como de la Casa real. Su vestuario, su afición por el juego, su poder de convocatoria y su empatía con el pueblo llano hicieron de ella toda una celebridad aunque su vida siempre estuvo expuesta ante la sociedad y el escándalo. Su incapacidad para dar un primogénito heredero al duque, así como que este mantuviera una relación triangular con su mejor amiga, terminaron por lastrar su vida pública y personal.
Para el respetable audaz, esta historia guardará cierto parecido con la vivida por la que fue considerada la princesa del pueblo del siglo XX, Diana Spencer. De hecho, la princesa de Gales es descendiente genealógica de la duquesa protagonista, o al menos, así lo asegura la biografía de Amanda Foreman en la que se basa el filme, convenientemente publicitada en los medios por establecer la relación de parentesco entre ambas damas.
Aunque su sinopsis pueda parecer un material interesante, lo cierto es que en el transcurso de su metraje se descubre la papeleta. Se trata de un biopic rutinario que cae en la narración convencional, y dejando al descubierto su precioso envoltorio, nos encontramos con un contenido fallido, filmado con extremo academicismo. Lo que empieza siendo una promesa biográfica de tinte feminista más o menos decente, acaba por revelarse como un ejercicio estético vacío y sin ninguna fuerza, partiendo de una línea argumental poderosa aunque desaprovechada en exceso.
Dibb opta por desvanecer todas las posibilidades que el texto ofrece para centrarse en las relaciones personales mantenidas por los personajes. Sin embargo, estos resultan planos, con un desarrollo maniqueísta y sin la profundidad psicológica que se requería para una compleja trama de pasiones desaforadas. Su arranque asegura intrigas palaciegas o implicaciones políticas -que dieron mucho de qué hablar a los contemporáneos del matrimonio ducal- para finalmente quedar aparcadas a un lado y mostrarnos únicamente el devenir de la duquesa de Devonshire, que carga asimismo con una falta de emotividad, que termina siendo su principal defecto.
El plantel de actores por tanto tampoco logra alzar el vuelo. Mientras que Knightley ejerce un protagonismo absoluto con unos resultados más o menos afortunados, Ralph Fiennes se pasea en una pose acartonada que no da entidad alguna a su personaje. Por fortuna, en productos de este estilo siempre encontramos el actor secundario que logra realzar el color al celuloide cuando hace acto de presencia. Así nos encontramos con una Charlotte Rampling robando planos en demostración de su buen hacer en sus escasas apariciones.
Con todo, su ambientación resulta exquisita, un destacable proceso de reconstrucción de la época georgiana que cuida hasta el más mínimo detalle. No en vano obtuvo sendas nominaciones a la dirección artística y al vestuario, siendo éste último apartado merecidamente recompensado. Cabe destacar también la excelente partitura de Rachel Portman, habitual compositora de filmes de esta índole, que traduce a la perfección milimétrica tanto la alegría de vivir como la desdicha del corazón de la joven duquesa.
Así las cosas, los méritos técnicos sencillamente impecables acaban por valerse como principales fuentes de una obra irregular que no se esfuerza en sorprender al espectador, limitada pues a su magnífica puesta en escena.