Cinta que arranca como una típica comedia con animal, pero que a lo largo de sus dos horas de metraje encuentra espacio para diferentes ritmos.
Una pareja de recién casados, periodistas ambos, e interpretados por dos valores seguros en el terreno de la comedia hollywoodiense como Owen Wilson y Jennifer Aniston, inician una vida juntos tras mudarse a la soleada Florida. Con el paso del tiempo, y temiendo que aún no está preparado para ejercer de padre, el marido decidirá regalarle a su mujer un cachorro de labrador para intentar distraerla y así retrasar su reloj biológico durante unos años.
El chucho en cuestión, Marley, irrumpe como un ciclón en la vida de nuestros protagonistas, llegando prácticamente a erigirse como uno más al frente del reparto de Una pareja de tres. Su exceso de energía meterá en más de un problema a los Grogan, que se verán incapaces de frenar las ansias de un animal que en pocos minutos es capaz de transformar su hogar en zona catastrófica.
David Frankel, director que hace un par de años llamó la atención gracias a El diablo viste de Prada, nos ofrece una cinta que arranca como una típica comedia con animal, pero que a lo largo de sus dos horas de metraje encuentra espacio para diferentes ritmos −a golpe de acertadas elipsis, para qué negarlo−, y que pasa de buscar el gag bruto (y supuestamente simpático) a sumergirnos en una atmósfera de mayor pesadumbre, hasta desembocar en una conclusión lacrimógena, según vayan evolucionando los personajes a lo largo de unos diez años de vida.
Se pretende que la película sea un reflexivo ejercicio sobre el amor hacia una mascota, sazonado con todos los toques tantas veces vistos ya sobre las responsabilidades que conllevan el matrimonio y la paternidad, los gajes del trabajo cotidiano o la renuncia a tu empleo soñado a cambio de criar a tus hijos.
Sin embargo, predomina la sensiblería barata y a través de su tono edulcorado se busca manipular los sentimientos del espectador, dando pie a una descarada apología de las mascotas −ignoramos hasta qué punto llegará al corazón de quien considere que no resulta demasiado higiénico tener a un animal llenándolo todo de babas y destrozando muebles a mordiscos− y de las familias numerosas, transitando además por todos los pasos del sueño americano: más y mejores coches, una casa más grande y en una zona mejor, etcétera.
Además, no falta el amigo crápula que al principio sirve de recordatorio de la existencia movida que el protagonista masculino ha dejado atrás, sólo para ser usado más adelante para dar lástima al espectador, por no madurar ni haberse sumergido en la vorágine reproductora que −se supone− va asociada al hecho de ser adulto.
Podríamos decir que estamos ante un filme relativamente entretenido, pero −además de esos molestos mensajes que encierra− su excesiva duración juega en su contra, por no hablar de lo cansino que resulta oír nombrar el nombre del dichoso perro coprotagonista unos cuantos cientos de veces. Quién sabe, tal vez llegue al corazón de los amantes de los perros (o de aquellos que prefieran estar acompañados por mascotas antes que por sus congéneres, algo perfectamente comprensible en según qué circunstancias), pero lo cierto es que el resultado final acaba resultando tan empalagoso que cuesta sentir auténtico amor por un animal al que pocas cosas buenas −por no decir ninguna− vemos hacer.