En un barrio de los suburbios, la atractiva Honey Daniels da clases de hip-hop con todo su enorme corazón. Un prestigioso director de videos musicales la descubre en la discoteca donde trabaja por las noches y le da la oportunidad de bailar en los videoclips de moda. La bondad innata de Honey y sus cualidades como bailarina pronto la ascenderán en el mundo de la televisión, conduciéndola a la coreografía y la dirección de videos.
Lo más curioso de un producto como “Honey” es comprobar como tanto su desnuda búsqueda de la comercialidad como su descarada explotación de clichés, son capaces de producir un producto tan psicotrónico que sea capaz de arquear las cejas del público mayoritario, cuyo depósito de banalidad también tiene un tope. Actualizando el argumento de “Electric Boogaloo” con un transfondo de cine social que haría palidecer al ecologismo de “Lambada, el baile prohibido” y una encantadora sobredosis de buen rollo, la película de Bille Woodruff es toda una joya para paladares curtidos en vulgaridad sublimada, que en estos momentos podríamos interpretar como una respuesta callejera y pop de la exquisita y discutible radiografía facturada por Altman en de “The company”.
Todo en “Honey”, como en los mejores shows televisivos, es predecible, fácil, hortera, honesto, formulista y parece moverse en un terreno limítrofe con la parodia. Sus personajes son de una pieza, buenos y malos, y las aventuras que viven siguen las directrices ya destapadas de una literatura de kiosko o una subtrama catódica. Muchos acusarán a su director el haber utilizado un esqueleto dramático rancio para sostener las principales razones de su existencia (la exhibición de videoclips y la exhibición redundante de los dones de Alba), incapaces de entender que es precisamente en esto donde la película encuentra su mayor cualidad y su verdadera personalidad, convirtiéndola en una dignísima explotación tardo-adolescente que recoge el testigo de “El bar coyote” y “En el filo de las olas” sin caer en la asepsia formal de “Crossroads”. En un tiempo en el que las películas llamadas artísticas parecen cada vez más precocinadas y el espíritu independiente se vende al mejor postor, puede que este tipo de delirios sean la última transmutación diabólica de aquella añorada contracultura.