No vamos a negarle a P.J. Hogan sus cualidades para dotar de colorido y estridencia a un argumento.
Rebecca Bloomwood (Isla Fisher) es una joven neoyorquina bastante torpe, atolondrada y de pocas luces cuya obsesión por las compras la ha colocado en una situación insostenible. No puede pagar el alquiler de su piso, apenas dispone de dinero en efectivo, y algún que otro acreedor la anda acosando para que se ponga al día con los pagos de su tarjeta de crédito.
Intentando ganar un sueldo que palie sus aprietos económicos, nuestra protagonista buscará un empleo en la revista de moda con la que siempre ha soñado colaborar. Sin embargo, de modo tan increíble como suena, terminará escribiendo artículos sobre economía pura y dura, en otra de las publicaciones del mismo sello editorial, encontrando de rebote que su nuevo jefe es un tipo soltero bastante interesante.
Una premisa similar es la que hacía funcionar relativamente bien los dos libros de Sophie Kinsella en que se basa esta película (Loca por las compras y su secuela en tierras americanas), cosa que no sucede con Confesiones de una compradora compulsiva, demostrando de nuevo que, en términos generales, hay muchas historias que resultan infinitamente más digeribles en forma de novela que cuando se trasladan al séptimo arte. La literatura para mujeres tampoco iba a ser una excepción a esta regla.
Digamos que Isla Fisher resulta una actriz muy apropiada para dar vida a la alocada protagonista, y que Krysten Ritter vuelve a ejercer el papel de secundaria con gracejo que aporta algo de luz a determinadas situaciones, tras su aparición en 27 vestidos (Anne Fletcher, 2008). Eso sí, lamentablemente ninguna de las dos intérpretes tiene líneas apetecibles dentro de un guión anodino y que avanza de manera maquinal, apoyándose en gags convencionales y que mueven más a la vergüenza ajena que a la risa. En cuanto a los secundarios, tampoco se aprovechan demasiado las dotes de nombres ilustres como John Goodman, Joan Cusack, Kristin Scott Thomas o John Lithgow.
No vamos a negarle a P.J. Hogan −director de La boda de Muriel y La boda de mi mejor amigo− sus cualidades para dotar de colorido y estridencia a un argumento como el que ha caído en sus manos, pero por desgracia la posible crítica al consumismo que podíamos esperar (a la vista de la trayectoria de la protagonista y su relación con el dinero) se queda en casi nada, sepultada bajo las ya tradicionales capas de romanticismo facilón, ideas vistas mil veces con anterioridad y chistes poco trabajados. Recomendada sólo para amantes de las comedias románticas chillonas.