Gorka Merchán ha reunido en su debut en la dirección a un elenco inmejorable para poner sobre el tapete una historia valiente que escenifica el terrible conflicto vasco en todas sus vertientes. Tras una ausencia de diez años, Txomin Garay (el siempre eficiente Carmelo Gómez) empresario amenazado por ETA regresa a Euskadi desde Argentina con su familia. Su tierra no ha cambiado mucho desde entonces, así que Txomin deberá hacer frente a conflictos familiares en medio de un entorno hostil. Para poder cerrar heridas aún abiertas, nuestro protagonista deberá cumplir la promesa que le pide su hermano: cuidar a su sobrino (Juan José Ballesta, estrella juvenil gracias a Planta 4ª o 7 vírgenes) un joven captado por la izquierda abertzale.
La casa de mi padre plantea situaciones cercanas que, sin embargo, cuesta digerir, como son los diferentes puntos de vista sobre el problema vasco dentro de una misma familia. Su director aborda el espinoso tema intentando dilucidar las motivaciones que llevan a ciertas personas a matar por una ideología política. Con esta idea, Gorka Merchán enfatiza el sufrimiento de las víctimas que se ven sometidas a la ausencia de libertad, siempre pendientes de si acabarán con un tiro en la cabeza. Desde el otro lado de la alambrada, el dolor que sienten las víctimas de los terroristas también tienen cabida en sus fotogramas, dando así por sentado que no todo tiene porqué ser blanco o negro. No obstante, el rechazo de la violencia no deja lugar a dudas tras el visionado de la cinta.
Con este su sexto trabajo juntos, Carmelo Gómez y Emma Suárez ejemplifican por medio de sus personajes la vida de un matrimonio marcado por la imposibilidad de asentarse en la tierra que les vio nacer, mientras que la figura de su hija (Verónica Echegui, actriz cuya solvencia ya ha quedado ampliamente demostrada) representa la necesidad de comprender ambas realidades desde una óptica ajena a todo tipo de contaminación doctrinal.
Con todo ello, el realizador amateur consigue transmitir al espectador un sinfín de emociones encontradas con una producción de mirada honesta y contundente en sus propósitos, donde se aúna la desesperación de las víctimas ante la insoportable situación que lleva lastrando la vida de un país durante décadas, con un intento de comprender las circunstancias que rodean ese afán por la autodeterminación.
No pocos cineastas se han atrevido a recurrir a tales temáticas para plantear a la audiencia preguntas de difícil solución (Julio Médem o Jaime Rosales son solo algunos ejemplos de valentía cinematográfica). Con este sensible a la vez que necesario recorrido por uno de los problemas que más preocupan a la sociedad española, La casa de mi padre aporta su grano de arena a base de buenas intenciones, ansiando, cómo no, la pronta celebración de un final feliz.