Una cinta que en su esmero y forma de hacer funcionar sus engranajes merece una consideración mayor a la que muchos cuadriculados podrán otorgarle.
Pocas cosas distraen más a un aspirante a ilustrado, que un envase comercial. Pocas cosas resultan al mismo tiempo tan útiles para ilustrar y comunicar al gran público, aún a costa de perder la irrelevante aprobación de los anteriores.
Hubo un tiempo, en el fondo no tan lejano, en que quien es hoy considerado como poco menos que uno de los padres del séptimo arte y director de culto, Alfred Hitchcock, tuvo que padecer en sus abudantes carnes la falta de criterios de aquellos que le reprochaban su éxito comercial, su talento a la hora de calar en el gran público con tanta regularidad.
Posiblemente la exclusividad a la que aspira todo crítico del subgénero resentido, acostumbrado a emitir discursos desde las tinieblas y a orientar en balde a quien le desprecia, hace que ante esos casos se sienta cómodo pensando que en la soledad de sus juicios y en los plúmbeos metrajes con que se recubre de pedantería, está un escalón por encima de todos aquellos que al final acaban por entender mejor la función de entretenimiento que por encima de ambiciones artísticas tiene encomendada el cine.
Y curiosamente lo que al ilustre Hitchcock le hizo trascender, fue que aunó a su comprensión de los entresijos de la taquilla (ritmo, carisma, estética, tramas atractivas...) otra que se le escapa constantemente a los sesudos analíticos de ego atormentado, es decir, que los mensajes llegan mejor cuando se filtran, cuando el envase atractivo es una forma de acercar a la reflexión y ésta puede ser cazada por algunos de los que en la oscuridad de la sala todavía tienen algunas neuronas en activo, y que se han mantenido despiertos porque nadie les ha inyectado ínfulas como barbitúricos (aunque de esta manera, sin el envase rancio autoproclamado cultural, otros que andan en permanente tono reflexivo por la vida, no llegan a cazarlas desprovistos de indicaciones más obvias).
Señales del futuro, de Alex Proyas, es cine de ciencia ficción. Un argumento de corte fantástico que mezcla en su planteamiento componentes de filosofía tradicional como el determinismo, la parte circense de la matemática como es la numerología, y el siempre apetecible (y cada día más frecuente y verosímil) tema apocalíptico. Centrándonos en esos rasgos, estamos ante una película que mantiene la atención, marca el ritmo al que se mueven unos personajes perfectamente humanizados en sus desdichas, y da un buen espectáculo pirotécnico para revolver con suspense la paraeta en que convierte nuestro mundo.
Proyas, que había demostrado de distintas formas su potencial para hacer maravillas estéticas (desde el futuro aséptico de Yo, Robot hasta la extrema oscuridad chirriante y opresiva de Dark City) hace diabluras en esta ocasión con entornos actuales. Antes de enfocar a la actualidad, nos introducirá en la trama llevándonos cincuenta años atrás, en la mitad del siglo XX en que forzará la fotografía, rematará el vestuario de la época e iluminará los perfiles de los personajes para recordarnos –y exaltar– el espíritu de la ciencia ficción de aquellos tiempos y ganar en una atmósfera y desasosiego que nos acompañará hasta más allá de lo que dura el metraje.
Ese espacio temporal servirá para presentarnos el argumento de Ryne Douglas Person, en el que una niña de aspecto perturbado manda un mensaje numérico que encierra claves del futuro, a cincuenta años después, por medio de una cápsula que enterrarán en su escuela para comunicarse con niños del mañana.
John Koestler, científico en horas bajas por su reciente enviudamiento, recibirá el mensaje por medio de su hijo y no saldrá de todo el asombro que es capaz de expresar un Nicolas Cage al que Proyas es capaz de presentar humano de nuevo (desprovisto del desafortunado acartonamiento del botox que le humillaba en Bangkok Dangerous), algo que le permite volver a ser un gran cómplice de un argumento que crece sin descanso mientras su personaje ve sus creencias revueltas con el apoyo de un habilidoso guión, que cuestiona en algunos puntos su propia propuesta para hacerla más cercana y sólida a pesar de sus riesgos.
Aún así, incluso con estas virtudes descritas, tenemos sólo parte de sus activos. Podrían todavía en este punto juzgarse sus planteamientos marcianos, su gusto desacomplejado -por más que inteligente- por la ficción a la que pertenece y a la que el moderno cinismo y su tendencia a cuestionar la fantasía tienen amordazada en estos tiempos, cuando hay religiones que han durado siglos con menos base. Pero quedan esas escenas aterradoras por cotidianas, hiperralistas y nítidas en sus mútilples detalles, en que el corazón late con violencia mientras contemplamos un accidente de avión que prácticamente nos lacera y prende en fuego; un bosque en llamas en una ensoñación apocalíptica perturbadora; por no hablar del cálido abrazo que desprende tristeza y afecto desmedido en el cierre final, cuadros todos para el recuerdo en una película que merece destacar por encima de aquellas que en su corrección y honestidad lo dieron todo por entretenernos, aun cuando unos quisieron cuestionar e igualar a las que simplemente querían exprimir nuestros bolsillos.
Señales del futuro es, en lugar de eso, una de las mejores representantes del género en los últimos años y una cinta que en su esmero y forma de hacer funcionar sus engranajes merece una consideración mayor a la que muchos cuadriculados podrán otorgarle. Allá ellos y su tendencia a revolcarse en las vanas reflexiones del estiércol de la autocomplacencia. El día que den con una útil cerrarán su blog y comenzarán una vida nueva trabajando en el macauto.