Gran parte del metraje merece un respeto por mucho que lo que suceda sea relativamente lineal y previsible.
El mejor de los planteamientos puede arruinarse si se enfoca indebidamente, tanto por no encontrar su público adecuado, como por no moldearse de acuerdo a lo que su género precisaba. La permanente obsesión que se vive en la antesala de las producciones por rentabilizar presupuestos que hacen temblar las piernas de consagrados ejecutivos, da para confundir en demasiadas ocasiones tanto en uno como en otro aspecto. Necesidad de espectáculo, necesidad de intérpretes-reclamo, necesidad de tirar del filón argumental de moda, son algunas de las fijaciones que más influyen en el resultado global, responsables de tantos aciertos como desaciertos pero a los que algunos se encomiendan como forma de conciliar el sueño por las noches.
De entre todas las vías para seducir al espectador, una merece un capítulo cuando no un tomo aparte: la del cine tramposo. La película que con mayor o menor originalidad se encauza en un argumento cimentada sobre unas bases, y que llegado el desenlace opta por descubrirnos que todo aquello que estábamos viendo iba encaminado en una dirección radicalmente opuesta. Cintas de ritmo pausado o de argumento insustancial creen encontrar en ese recurso final un modo de dejar un regusto que cambie todo lo antes proyectado... aún cuando los riesgos de que este regusto sea el del engaño y la impostura sean los más evidentes. Pero debe haber alguna estadística asegurando que ese despertar de la adormecida audiencia cuenta con aprobación entre el graderío y que la técnica sigue mereciendo la pena.
El recurso ha sido habitual en la historia del cine, como forma de tratar de enfrentarse a la acumulación de títulos de un mismo género en que no siempre podía culparse al mayordomo. Hijos bastardos desconocidos, personajes dados por muertos que aparecen de la nada, aparentes aliados que resultaban ser traidores, cuando no la supuesta víctima en algún maquinado plan por la que ella misma era culpable. Todos los desenlaces sorpresivos eran posibles, algunos especialmente lamentables. Muchos simplemente negligentes al considerar la escasa coherencia con todo lo antes visto... como podría ser el caso que nos ocupa.
Kevin Macdonald como realizador se enfrenta en La Sombra del Poder a un proyecto repleto de rasgos de seriedad. Un tema de actualidad como la aparente privatización de la seguridad y el ejército, mediante la polémica contratación en EEUU de mercenarios para tratar de suplir la falta de ejército profesional en sus desmanes bélicos alrededor del mundo, se une al papel que una prensa en estado comatoso puede jugar cuando todas las reglas del juego han cambiado (y que han cambiado de una forma difícilmente considerable positiva).
Matthew Michael Carnahan como guionista ya expuso varios de estos argumentos sobre la mesa en Leones por Corderos, y aquí vuelve para subrayarlos, para apuntar a sus ramificaciones y muestra una considerable pericia al contraponer las características del advenedizo bloger con el veterano y rudimentario periodista en los tiempos en que la rotativa está oxidada y vendida ante un futuro incierto, olvidado el papel esencial que le atribuía el sistema. Ayudado por la realización del citado realizador, la propuesta es sobria incluso cuando este último le da dinamismo con cámaras movidas que sabe contraponer con planos equilibrados para que el pulso no dañe la escenificación, haciendo que gran parte del metraje merezca un respeto por mucho que lo que suceda sea relativamente lineal y previsible.
Entonces llegamos al problema. El motivo por el que la media sonrisa del productor aparece siniestra a dar entrada a Tony Gilroy como segundo guionista. Sin conocimiento real de cuánto puede achacársele a él de responsabilidad, le tomamos de ejemplo simbólico puesto que él también firmó el libreto de Duplicity, ese permanente intento de engaño en el que el espectador medianamente equilibrado se termina preguntando qué cuernos importa lo que realmente suceda en el tramo final.
Así, alcanzado un doble desenlace de supuesto impacto revelador, demasiadas escenas, demasiados personajes, demasiado de lo que hemos visto era una falacia difícilmente capaz de enfrentarse a un segundo visionado. Algo que nos recuerda a cómo Shyamalan entró en escena en el cine de éxito creando un nuevo apogeo del cine de suspense con malabarismos argumentales. Muchos críticos estirados quisieron ajusticiarle por ello y cuestionar la calidad de una cinta, El Sexto Sentido, que visionado tras visionado es igual de sólida que la primera vez. El mecanismo era tan preciso e incluso artesanal que podía ponerse en marcha cien veces, que seguiría funcionando igual aún desprovisto del impacto inicial.
El problema de todas las que emplean esa fórmula, o peor, las que deciden de forma sobrevenida emplearla en una fase avanzada del planteamiento (“¿y si hiciéramos que todo fuera un engaño?”, frase que nunca debería pronunciarse en ninguna comida entre creativos) es que difícilmente sucederá lo mismo. Demasiado metraje quedará vulgarizado, su posible simplicidad, sus méritos relativos, su propuesta mejor o peor hasta ese momento quedará humillada por una ofensiva reutilización de lo filmado en beneficio circense.
Y es por ello que La Sombra del poder, con sus aciertos y sus personajes más o menos interesantes, se trasviste en algo que no debía de ser, nos hace arquear una ceja y preguntarnos qué necesidad había. Si alguno tiene suficientes energías ahorrándolas de un bostezo recordará sin esfuerzo algunos tramos que chirrían en exceso a la vista de las nuevas injertadas revelaciones. Entenderá que diez minutos menos habrían sido una buena inversión.