Interminable disparate, ridículo y soez hasta límites insospechados.
En el último par de años se ha hecho bastante obvio el divorcio de facto entre los espectadores cinematográficos de nuestro país y las cintas producidas en territorio hispano. Durante los ejercicios más recientes, la maquinaria del cine patrio ha venido poniendo sus esperanzas pecuniarias en productos aislados –un Almodóvar aquí, un Amenábar allá, alguna sorpresa de última hora–, y gracias a la respuesta masiva a esos pocos y selectos títulos se está consiguiendo mantener a flote –mal que bien– la siempre sufrida industria estatal.
Sin embargo, en este inicio de 2009 ha saltado la alarma. Tras la decepción en taquilla que ha supuesto Los abrazos rotos, ya había quien empezaba a temerse que las cuentas no terminaran de cuadrar a finales de año. Por suerte, algunos productores con cierto ojo comercial estaban empezando a moverse para, básicamente, engrosar sus cuentas bancarias, pero también para ofrecer al espectador un producto nacional por el que estuviera dispuesto a pagar una entrada de cine, cosa harto difícil entre el marasmo de estrenos estadounidenses que nos apabullan cada semana.
Tras el bombazo de recaudación de Mentiras y gordas, que ha basado su capacidad de atracción en rostros televisivos jóvenes y con tirón entre cierto sector de la población –nada desdeñable, por supuesto–, ahora es el turno de esta Fuga de cerebros, avalada y promocionada ad nauseam por Antena 3. El modelo a seguir aquí son las comedias descerebradas yanquis al estilo de American Pie, cogiendo como base la comedia de enredo tradicional más básica, y añadiéndole una serie de toques foráneos que, al parecer, constituyen un atractivo de cara al espectador en las gamberradas filmadas que nos llegan desde Hollywood.
No vamos a negar la visión comercial de los responsables de este film, que por un lado maquillarán las cifras de nuestro cine cuando se haga balance del año, y por otro servirá para que se callen aquellos exagerados que se pasan el día despotricando y diciendo que sólo se hacen películas de la Guerra Civil. Además, ya se sabe que una industria puede parir obras de cierta consideración artística con regularidad, pero para ello debe sustentarse en otros títulos, más intrascendentes, que meramente sirvan para cumplir con la cuota de espectadores y para dejar constancia puntualmente de que el cine español sigue ahí, con ganas de seguir luchando.
Ahora bien, por mucho que pueda alabarse el favor comercial que vaya a hacer Fuga de cerebros a nuestro cine, también hay que regodearse en todos sus defectos como mera propuesta de entretenimiento. El aire televisivo que sobrevuela todo el metraje es muy difícil de sobrellevar –no en vano tanto el director como los guionistas y los actores provienen de ese sector–, así que básicamente podemos entender que se ha querido trasladar a los espectadores que siguen las series españolas de televisión hasta la oscuridad del cine. Pero claro, parece desproporcionado gastar celuloide en el episodio piloto de un despropósito como este.
En cuanto a la historia, somos testigos de una insensatez tras otra. Esto no es entretenimiento palomitero, sino un todo vale donde es conveniente no empezar a cuestionarse todas las barrabasadas que se cometen a lo largo del guión, porque acaba uno por ponerse enfermo.
El protagonista y sus estrafalarios amigos acaban estudiando medicina en Oxford –bueno, Gijón con cuatro rótulos en inglés– y nadie se cuestiona su presencia allí. De las relaciones entre el chico y la chica protagonista mejor no hablamos –ni de esa escena de sexo metida con calzador, pensada especialmente para los jóvenes hormonados que acudan a la sala–, y también pasaremos por alto las escasas virtudes interpretativas de la mayoría del reparto. Apenas vale la pena mencionar a alguno de los veteranos que hacen de padres de los protagonistas (Loles León, Álex Angulo, Antonio Resines), que sólo destacan por contraste con la nulidad del contexto en que se encuentran, tal vez exceptuando al ciego al que da vida Alberto Amarilla.
Así, entre humor de sal gruesa, se va avanzando cada vez a peor. Las situaciones que se crean son cada vez más rocambolescas, y uno siente que la historia no tiene pies ni cabeza, y que además a los responsables de este bodrio les da completamente igual. Al fin y al cabo, ya han logrado meter al espectador en la sala, y ya es problema suyo si se sale a mitad de proyección.
Es una lástima que se haya perdido la parte más corrosiva de alguno de los productos estadounidenses donde se ha pretendido fijar –apenas se libran algunos chistes relacionados con juegos de palabras entre el español y el inglés–, y que finalmente el hastío y la vergüenza ajena prevalezcan en este interminable disparate filmado, ridículo y soez hasta límites insospechados.