Habrá quien nos acuse de snobs o clasistas por menospreciar esta película (y de paso la novela que adapta). Pero nos ha resultado imposible soslayar la estulticia generalizada, el ridículo puntual y las nulas calidades formales que atesora.
Posiblemente nos hallamos ante una de las mejores adaptaciones literarias del año: si se trataba de hacer justicia al aburrimiento, el absurdo y la nula calidad literaria que caracterizaban la segunda novela de Dan Brown (primera protagonizada por el profesor de simbología religiosa Robert Langdon, como la posterior y celebérrima El Código Da Vinci), el objetivo se ha cumplido.
No quiere esto decir que la película siga al pie de la letra los disparates narrados en el libro. Aunque cueste creerlo a la vista de lo mecánico y puntualmente bochornoso (incluso lo psicotrónico, como ha señalado Óscar Pablos) de Ángeles y Demonios, los señores David Koepp y Akiva Goldsman se han ganado sus multimillonarios sueldos como guionistas: algunos de los puntos más grotescos de la carrera contrarreloj imaginada por Dan Brown y centrada en los intentos de Robert Langdon por evitar que la renacida orden secreta de los Illuminati, creada en 1776 y disuelta en 1784, destruya el Vaticano usando antimateria robada, han sido pulidos. Además, Goldsman y Koepp han transformado Ángeles y Demonios en secuela de El Código Da Vinci, al contrario de lo que planteó Brown.
Es un acto de justicia señalar que el trasfondo de Ángeles y Demonios propugna una curiosa y utópica convivencia intelectual entre ciencia y fe. Así como que, a cuenta de los numerosos escenarios vaticanos y romanos en que se desarrollan los hechos, podemos hacer turismo virtual e incluso palpar en más de una ocasión la atmósfera pútrida de siglos de Historia y conspiranoia religiosa. Pero esto no alivia la penosa impresión general que deja por lo demás la película, interminable y embarullada sucesión de cambios de localizaciones (quizás respondiendo a las críticas que tacharon de estática El Código Da Vinci) al ritmo que determinan deducciones iconográficas a cada cual más burda, y sorpresas que violentan la credulidad, cuando no la inteligencia, del espectador.
Inteligencia que se ve asimismo menospreciada por la falta de profesionalidad de que hacen gala el realizador Ron Howard; actores como Tom Hanks, Stellan Skarsgard y Ewan McGregor (en caída libre interpretativa, y sin paracaídas); los montadores Mike Hill y Daniel P. Hanley; el director de fotografía Salvatore Totino; y el músico Hans Zimmer, cuya banda sonora es aún más irritante y pretenciosa de lo habitual en él. Tratándose de una superproducción que ambiciona reventar este verano las taquillas de todo el mundo, Ángeles y Demonios resulta peculiarmente fea y plomiza. No ofrece ni un mínimo rasgo de inventiva formal, dejando bien claro que sus responsables han abdicado de cualquier esfuerzo al haber dictado las leyes del mercado su sentencia: Ángeles y Demonios será un éxito sí o sí.
Teniendo en cuenta que muchos de los técnicos citados, empezando por Ron Howard, estuvieron implicados hace unos meses en una película tan interesante como El Desafío: Frost contra Nixon, no cabe sino preguntarse hasta qué punto en una industria como la del cine norteamericano hay simulación creativa y, lo más grave, cuándo se produce: si cuando se firma una cosa tan amorfa como Ángeles y Demonios, o cuando se adoptan las hechuras de cine independiente con regusto pseudo-documental para optar a unos cuantos Oscar. Al fin y al cabo, ambas propuestas son cara y cruz de una misma moneda, ese sistema con capacidad empresarial como para cubrir todos los espectros de público.
En su ensayo “La Verdadera Historia de Hollywood (The Whole Equation)”, publicado el año pasado en castellano por T&B, David Thompson volvía a dejarnos claro que el cine USA tal y como lo conocemos fue creado por “magos, carteristas, mistificadores y sabandijas”; y que del difícil equilibrio entre todos esos factótums, ni más ni menos que ángeles y demonios, depende que fermenten “las esperanzas del arte” o “los sueños del dinero”. La película que nos ocupa es un ejemplo de ecuación tan escorada hacia el extremo de la igualdad invadido por los demonios, que su resultado no puede sino responder al siguiente enunciado: Cero por ciento cine, cien por cien especulación económica.
Al respecto, hace tres temporadas, hablando precisamente de El Código Da Vinci, nuestro compañero Miguel Giner concluía con acierto que condenar este tipo de productos únicamente por "la desproporcionada campaña de marketing" que los acompaña sería injusto. Pero sería igualmente injusto no cribar entre los que, como Star Trek o The International, al menos respetan lo que venden, es decir, el cine, y aquellos que, como Ángeles y Demonios, violan un formato expresivo para que sus responsables puedan pagarse los implantes capilares y el consumo de estupefacientes. Al menos, que se dediquen a lo segundo fuera de las horas de trabajo.