Greg Kinnear ha sabido ver lo que esconde este papel: una sinfonía para un solo instrumento.
La comunidad científica aún no ha conseguido descubrir qué particularidad cerebral hace que ciertas personas sean altamente creativas mientras que otras no sienten ningún estímulo frente a la posibilidad de mejorar o cambiar las cosas. Esta distinción inventiva es especialmente ingrata con sus poseedores, pues tacha de locos a quienes no consiguen llevar a cabo alguno de sus inventos o de genios a los que consiguen mejorar algún aspecto de nuestra vida.
Robert Kearns fue uno de ellos. Ingeniero electrónico y profesor universitario, consiguió aplicar el mecanismo de pausa intermitente del párpado humano a los limpiaparabrisas de los automóviles mediante un sencillo circuito eléctrico, incluso adaptando su ritmo a la densidad de la lluvia. Cuando quiso vender y fabricar su patente a la multinacional Ford, que llevaba un año desarrollando el dispositivo sin éxito, se vió aplastado por toda su maquinaria industrial y comercial. Los ingenieros de Ford copiaron vilmente el prototipo que Kearns les entregó para pasar las pruebas de seguridad y lo incorporaron a sus modelos sin tan siquiera llegar a un acuerdo comercial con él.
A partir de ahí, Kearns cayó en una espiral de desesperación al intentar denunciar el delito con toda la fuerza de que era posible. Fue en vano y en ese largo camino se dejó parte de su salud mental y a su mujer y sus seis hijos, que le abandonaron.
Kearns murió en 2005 y su peripecia vital fue contada en un artículo de la revista New Yorker por John Seabrock. A partir de éste, Philips Railsbrack escribió un excelente guión que ha hecho que Marc Abraham, tras veinte años de carrera como productor, desease dirigirlo.
El actor Greg Kinnear ha sabido ver lo que esconde este papel: una sinfonía para un solo instrumento. Su personaje está en todos y cada uno de los fotogramas de la cinta y el desafío interpretativo reside en encarnar a ese hombre prototipo del sueño americano que desciende a la locura por su propia voluntad y vuelve, aferrado al único deseo de que se conozca la verdad.
Lástima que la brillantez del guión y el esfuerzo de Kinnear no estén acompañados por una mayor ambición visual por parte de Abraham. La película está dirigida con oficio pero sin emoción, incluso se echan de menos imágenes tan significativas y prometedoras como la del cartel que la anuncia. Esta falta de ambición junto con el soporte digital en el que está rodada, la dotan de un aire televisivo que hace desfallecer el conjunto, evitando que alguna gran secuencia sobre el papel (la charla acerca del éxito con su esposa, la explicación sobre la ética de los ingenieros, la discusión sobre la justicia con el abogado encarnado por Alan Alda) quede en un mero trámite y deje al espectador con ganas de más.