Lejos de estas inescrutables incoherencias para el ojo pagano, el comportamiento de la masa ávida de sangre en linchamiento festivo, retoma pasiones bárbaras constantes en la historia y de triste actualidad. Ese uso del nombre de un dios para justificar las propias desviaciones, aniquilando en descontrol consensuado en manada a objetivos caprichosos, se torna simbólico y paradójico en cuanto a que acaban matando en nombre de Dios a su propio dios.
En lo relativo a cuestiones meramente técnicas, salvo un inicio con algunos excesos en cámara lenta -y sin entrar en interpretaciones visuales del diablo en escenas de rasgos David Lynch- refleja esmero y consciencia de la magnitud del relato. Con un religioso empedernido tras la cámara -y la aprobación del pontífice a quien su proyección bien podría haberle costado su delicada salud- tanto James Caviezel sacando firmeza por sus creencias y apartando su debilidad en nombre de su padre, como Maia Morgenstern ejerciendo de madre a la que le corroe el maltrato público a su hijo, son parte de una actuación capaz de elevar el drama por entre los ruidos de furia desbocada. Por momentos, incluso el más alejado a la tradición bíblica podrá apreciar el dolor de un igual a manos de salvajes con excusa, el descorazonador tormento de una madre para el que un hijo, más allá de mandato divino, siempre será el centro del universo, “carne de su carne, corazón de su corazón”. Y cuando entre lágrimas el cielo estalle en un diluvio, la muerte del Rey de los judíos queda como un pecado que lejos de salvar a nadie, condena por analogía a todos los que siempre han asumido el papel de visionarios perseguidores del chivo expiatorio. Aunque a día de hoy aún quedan unos cuantos.