Una producción pobrísima, una realización absolutamente inexperta y un hilo narrativo inconexo.
Era de esperar que el estreno en la narración cinematográfica del escritor Michel Houellebecq no se saldara con indiferencia, ni que el autor en su aventura cinematográfica siguiera los cánones narrativos al uso. El controvertido escritor francés, un fenómeno mediático mundial tras la publicación de su cuarta novela Plataforma (2001), decidió autoadaptarse dado “el escaso talento de las gentes que se dedican al cine, pues se maravillan de un simple escenario o diálogo brillante”. Houllebecq no es del todo primerizo en el uso del celuloide, pues antes de publicar su primer libro ya había realizado algún cortometraje.
Renunciando a gran parte del espesor dramático, ensayístico y crítico del material de origen, el Houllebecq cineasta ilustra durante hora y media el entramado de ciencia-ficción que sirve de argumento principal a su novela. En él, una secta inspirada en los raelianos, proclama el advenimiento de una nueva humanidad gracias al avance científico de la clonación, lo que permitirá obtener en unos minutos seres humanos adultos, evitando el ciclo nacimiento-infancia-adolescencia que se dilata durante dieciocho años. El único problema por resolver es trasladar la información desde el cerebro del ser sustituido al ser clonado, lo que permitiría la perfección humana, la inmortalidad.
Dividida en dos partes muy diferenciadas, en la primera seguimos al líder de la secta recabando adeptos de un modo bastante paupérrimo. En la segunda, una vez lograda su clonación en un ser perfecto en su existencia vegetal a base de agua y aire, seguimos la búsqueda mutua de los dos únicos supervivientes, hombre y mujer, en una tierra destruida por el hombre en lo que es una larguísima metáfora existencialista.
Aunque esperábamos cierta audacia visual y narrativa en el escritor metido a realizador, lo que nos encontramos es una producción pobrísima, una realización absolutamente inexperta y un hilo narrativo inconexo. Ni una sola de las facetas técnicas y artísticas tiene calidad, exceptuando quizá la localización de exteriores y el esfuerzo por no caer en el ridículo de Benoit Magimel, el protagonista. El desmán es tal que lo mejor que podemos decir del film es que en ocasiones parece una cinta de sci-fi de serie B de los años 70 o una de la divertidas obras de Ed Wood, en las que la ingenuidad de sus creadores conseguía hacer perdonar el resto de carencias.
Quede esta cinta como ejemplo de lo ajenos que son los territorios de la literatura y del cine, un debate que está perdiendo fuerza entre los aficionados ante la avalancha de fuentes que inspiran hoy día las obras cinematográficas: cómic, videojuegos, series de TV... En la obra comentada se puede encontrar un perfecto ejemplo de fronteras entre ambos lenguajes. Donde en el material escrito se rastrea a Schopenhauer y Camus, en el cinematográfico apenas se atisba la torpeza de alguien que confunde el cine con una imagen explicada por una voz en off.