Su atención apunta a esos ciudadanos socialmente respetados que se vieron abocados a representar un papel de títeres del régimen más atroz.
El traslado de una obra teatral a celuloide supone un indudable reto, cuyo principal problema surge cuando la energía transmitida en el escenario queda diluida en favor de un trato más superficial para acceder a una audiencia más amplia. Eso más o menos es lo que ha sucedido con Good, del director brasileño Vicente Amorim. La obra escrita por C.P.Taylor en la que se basa el drama de un hombre honesto embelesado por la ascensión del nazismo, vió la luz por primera vez en Londres, convirtiéndose al poco tiempo en una de las mejores apuestas teatrales del siglo.
Concebida de manera sobria en su puesta en escena, a través de un trazo convencional su director nos propone así la historia de un profesor de literatura (un simplemente correcto Viggo Mortensen), que cae víctima de las redes del fanatismo nazi ante las constantes presiones de las altas esferas en los albores de la segunda guerra mundial. Ante su innegable debilidad de carácter, el intelectual John Halder iniciará su personal descenso a los infiernos tras abandonar su complicada existencia -el cuidado de una madre enferma y una esposa emocionalmente desvalida- a favor de una vida repleta de éxitos al lado de los mayores criminales de la historia reciente.
No conviene echar por tierra el filme sin antes aclarar las claves que favorecen a una pequeña producción valiente y decidida a dar un punto de vista más completo sobre estos artífices del terror. En este aspecto, el cine nos ha brindado numerosos ejemplos de arquetipos milimétricamente definidos de lo que significaba ser nazi (todavía hiela la sangre el recuerdo de los disparos indiscriminados de Ralph Fiennes en La lista de Schindler). En Good, su atención apunta a esos ciudadanos socialmente respetados que se vieron abocados a representar un papel asignado de meros títeres del régimen más atroz. La pasividad ante el horror los convierte en instrumentos de lo grotesco cuya venda en los ojos ayudó al exterminio de millones de judíos.
No obstante este nuevo cambio de perspectiva (algo que ya vimos en Amén de Costa Gavras) no logra alzar el vuelo de una película empañada por una recreación más cercana al telefilme (sobre todo en su segunda mitad) que a una producción de primera división. Y es que su director ejerce las funciones de un relatador sin carisma, dejándose arrastrar por una narración de lo más convencional, motivo por el cual el resultado acaba lastrando un planteamiento que merecía de un mayor interés.