Un thriller que se aprecia facturado a toda velocidad, y que por tanto resultaría mejor valorable en la pequeña pantalla, una vez subsanadas sus numerosas chapuzas estructurales.
En España se publican anualmente unos sesenta mil libros. Diríase sin embargo, a tenor de lo que lee la ciudadanía democrática en metro, autobuses, excursiones y velatorios, que se publicasen sólo tres o cuatro. Exactamente aquellos tres o cuatro que han gozado de una promoción brutal, así como de una cobertura mediática no menos insistente y asimismo publicitaria bajo la máscara de lo informativo. ¿Cómo pensar en otra cosa que en clones, ultracuerpos, mentes en blanco… cómo no extraer unas conclusiones desoladoras acerca del ser humano en cuanto parte de cualquier colectivo?
Casi todos estos best-sellers carecen del más mínimo interés literario. Pueden servir, como mucho, para tomarle el pulso al momento histórico, a los fantasmas del cuerpo social. Salvo error, son emanaciones creativas sin ningún valor artístico. Y eso las hace paradójicamente perfectas como base para la inevitable (tal y como está planteada la industria cultural) adaptación cinematográfica. Escritos con tanta simpleza como un guión, sepultados sus apuntes de interés bajo páginas de relleno y golpes de efecto absurdos, hacen gala de un maravilloso potencial para cineastas con talento, como han demostrado Lo que el viento se llevó, El manantial, El Padrino, Tiburón y tantos otros títulos.
O al menos era así hasta que el vulgo se apoderó del timón de la cultura y decidió que ya no quería inteligencia en las adaptaciones cinematográficas; que le interesaba más ver reflejados literalmente, hasta en los aspectos más nimios, sus libros de cabecera. En resumen, que se diese la razón a sus penosos gustos amoldándose a ellos sin variar ni una coma. El Señor de los Anillos y Harry Potter consagraron esta tendencia infantil, analfabeta, que está llevando el género de las adaptaciones a extremos bochornosos, como certificábamos hace un par de semanas con Ángeles y Demonios y como corroboramos hoy con Los hombres que no amaban a las mujeres, adaptación del best-seller homónimo del fallecido Stieg Larsson cuya urgente e inconclusa lectura este mismo fin de semana nos ha dejado boquiabiertos: una prosa telegráfica, una hinchazón vergonzosa del número de páginas, una infumable corrección política en el tratamiento de temas polémicos, una intriga que en su último tercio amenaza con destruir la credibilidad que siempre requiere una novela negra…
La película, facturada a toda prisa y sucedida ya por dos secuelas –La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire- que han procurado cubrir la trilogía original de Larsson antes de que se agote la gallina de los huevos de oro (en el segundo y tercer caso directamente para la televisión), respeta de la manera menos inspirada posible el original literario. De manera que, a las seiscientas páginas del libro, le corresponden ciento cincuenta interminables minutos de metraje, carentes de ritmo y sentido de lo fílmico en su primera mitad, y plagados de agujeros, elipsis bruscas y falsos finales en la segunda, desaguisado que posiblemente intente remediar la edición en DVD. Sus protagonistas, el arrogante periodista Mikael Blomkvist y la asocial hacker Lisbeth Salander, son encarnados por Michael Nyqvist y Noomi Rapace con una corrección similar a la de muñecos de cera, por aquello de no distorsionar la imagen mental de los lectores. La historia, centrada en una familia que esconde secretos de sórdidas resonancias histórico-políticas, es tópica y previsible, y jamás involucra al espectador. Y la explicitud escabrosa o violenta de ciertas escenas no tiene apenas repercusión emocional al formar parte de un conjunto tan amorfo.
Nos hallamos, en definitiva, ante un producto de escasísimo valor cinematográfico, que siendo justos podría merecer una oportunidad en la pequeña pantalla incorporando más metraje pero mejor dosificado, y cuya inoperancia deja de paso con el trasero al aire el libro de Stieg Larsson. Pero claro, siempre habrá quien emplee argumentos para defender cosas como ésta similares a los que ha plasmado un internauta en otra página de cine: “A mí me gustó el libro. Y si gente culta y de dinero como Gasol lee el libro, es que es un buen libro”. ¿Este individuo tendrá derecho al voto?