El desorden en la estructura y la libertad en las interpretaciones recorren el metraje a ritmo de rock sin importar mucho su consistencia.
La carrera de Richard Curtis tiene algo de singular. Licenciado por Oxford en Literatura Inglesa, su vocación como actor se vió atravesada por su amistad con Rowan Atkinson, más conocido mundialmente como Mr. Bean, al que escribió los guiones de sus primeras apariciones televisivas. El progresivo e imparable éxito de su amigo arrastró a Curtis a la escritura y posteriormente a la dirección cinematográfica, casi siempre comedias, incluso fuera del alcance del excéntrico personaje.
Más allá de las decenas de extraordinarios gags creados para Bean o en la serie La Víbora Negra, debemos a Curtis los guiones de algunas de las comedias más populares de la pasada década como Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell, 1994), Notting Hill (Roger Michell, 1999) o El diario de Bridget Jones (Sharon Maguire, 2001).
En esta ocasión, Curtis se aleja de la comedia -aunque no mucho- al dirigir un guión propio en el que resume las leyendas que circularon en los años 60 acerca de los barcos que emitían la música prohibida desde aguas internacionales, lejos de la ley y el puritanismo inglés. Más allá de la propagación de una música que atrapaba a los jóvenes, estos barcos eran islas de libertad para la mente e imaginación de los oyentes. Las emisiones realizadas por los más lascivos, rebeldes y susurrantes Dj´s junto con la retransmisión de sus actividades en el barco (bodas de los locutores, visitas de fans, prácticas arriesgadas, etc.) eran la punta de lanza de un tiempo y actitud que estaba llegando y que iban a modificar la cultura del siglo irremediablemente.
Narrada superponiendo dos tiempos paralelos, lo sucedido en el barco emisor Radio Rock y los esfuerzos de un ministro (Kenneth Brannagh) para frenar la expansión de su música, la diferencia entre ambas partes es notoria. Si lo filmado en el barco resulta vibrante y anárquico como la música que acompaña todas las secuencias, la trama de los villanos es aburrida y repetitiva, con un Brannagh francamente despistado como ministro de pueril parecido hitleriano.
La película transcurre entre altibajos al son de las diversas historias con cada uno de los locutores protagonistas. Las más interesantes son la búsqueda paterna de un chico recién llegado al barco y la rivalidad entre los DJs, especialmente entre el norteamericano El Conde (Phillip Seymour Hoffman) y el inglés Gavin (Rhys Ifans), estrellas de la emisora.
Los autores de la cinta se contagian de la energía de la época. El desorden en la estructura y la libertad en las interpretaciones recorren el metraje a ritmo de rock sin importar mucho su consistencia. Esta fisonomía caótica ayuda a entender el tiempo que vivieron sus protagonistas, el soplo de libertad que Curtis recupera ahora, festejando el cierre de unos años grises por otros en los que empezó a importar poco el qué y mucho el cómo: la forma de vestir, la música, las actitudes rebeldes... la ruptura con el pasado.