El guión del propio director disecciona con precisión entomológica los encuentros, desavenencias, filias y fobias que se dan en toda relación familiar y los vínculos entre sus componentes.
Los amigos de la etiqueta fácil y el análisis a vuelapluma clasifican toda película existente en dos únicas categorias: las que narran algo convencional en un entorno extraordinario y las que cuentan algún suceso extraordinario en un entorno habitual y conocido. Un ejemplo para el primer grupo podría ser La guerra de las galaxias, una historia caballeresca y medieval envuelta en un escenario de fantasía futurista. El sexto sentido podría ser el paradigma del segundo grupo, donde un niño cualquiera de Philadelphia puede comunicarse con personas fallecidas de manera nada usual. Que nos disculpen los fans de ambas por la simplificación de sus tramas, el ejercicio es válido para la inmensa mayoría de cintas que conocemos, podéis probarlo.
Still walking no entra en esta clasificación y viene a demostrar su delgadez mental y su falta de rigor analítico. En la película de Hirozazu Koreeda no sucede nada extraordinario y su escenario es una casa familiar en un barrio residencial de una ciudad cualquiera de Japón. Bajo esta premisa parece que nada interesante pueda acontecer o subyacerse del visionado del film y, sin embargo, el efecto es el contrario. Algo extraordinario sucede en el transcurso de sus fotogramas, el hecho de que estamos ante un trozo de vida en el que nos podemos reconocer y que en algún momento hemos experimentado.
El guión del propio director disecciona con precisión entomológica los encuentros, desavenencias, filias y fobias que se dan en toda relación familiar y los vínculos entre sus componentes. Unos vínculos que son para cada uno de nosotros, simultáneamente una condena y una salvación. Durante veinticuatro horas nos adentramos en la casa de los abuelos Yokoyama para revivir el encuentro anual que cada verano realizan con motivo del aniversario del fallecimiento de su primogénito Junpei, desaparecido en un trágico accidente al salvar a un chico que se ahogaba en la playa. Ryoto, protagonista de la historia, es el segundo varón de la familia, restaurador de cuadros en continuo desencuentro con su padre al no seguir sus pasos como médico tras la pérdida de su hermano como heredero de su consulta. Además, Ryoto convive con una mujer viuda y su hijo menor, algo que no agrada en la machista concepción familiar y social de sus padres. Yukari es la hija menor, ama de casa con dos niños casada con un sencillo y alegre comercial de automóviles, que ha heredado el saber estar en la sombra de su madre, esa crueldad serena que gobierna en tantas casas.
El director elige como inteligentísimo punto de vista el del personaje más ajeno a toda la complejidad familiar, el del hijo de la viuda compañera de Ryoto. Esa mirada infantil permite observar todos los magnifícos detalles de esas horas convividas y asistir a los mares de lava que subyacen detrás de cada conversación, de cada réplica. Como corresponde a un director que tiene un ojo puesto en Yasujiro Ozu y otro en John Ford, el tono es ajustado y virtuoso, no dejando escapar a la retina y al corazón del espectador ninguna de las amarguras y los afectos que circulan por los personajes.
La cinta es un homenaje a los recientemente fallecidos padres del realizador y, por tanto, a cada uno de nosotros como hijos que fuimos y padres que seremos. Cuando mueren nuestros padres, desaparecen aquellas personas que son capaces de albergar los más grandes proyectos para nosotros, conocedores como son de nuestras posibilidades y limitaciones. De ahí que toda relación paterno filial albergue una decepción y un desencuentro. De ahí que esta pérdida, como explica Still walking, nos convierta en seres vulgares.