El filme está construido sobre la intuición, y sobre las espaldas de unos personajes que esbozan matices en apenas unos gestos, unos diálogos, unos simples pasos.
La alumna aventajada Mar Coll cuenta con 28 años, un ojo cineasta innato y el mérito de haber dejado boquiabierto al Festival de Málaga con su opera prima, certamen cuyo palmarés ha optado por recompensar el esfuerzo de la joven realizadora catalana. Tres días con la familia tiene el honor de haber obtenido el Premio a la Mejor Dirección, a la Mejor Actriz (para Nausicaa Bonnin) y al Mejor Actor (para el siempre excelente Eduard Fernández). Cabe apuntar que la labor de todo el reparto podría ser digna de ser laureada, siendo parte esencial de un retrato que bien puede ser una instantánea cogida al azar de cualquier família, desvelando la lucha por dar forma una cortina de humo para que ésta se mantenga sobre un latido no percibido.
La obra viene con la curiosidad de ser el trabajo de fin de carrera de la cineasta novel en la Escuela de Cine y Audiovisuales de Cataluña (ESCAC), donde los mejores profesionales de su promoción han aportado su conocimiento del lenguaje cinematográfico para la composición de este relato ingrávido y a la vez árido. Cuenta con unos escasos 85 minutos, pero resulta el metraje perfecto para ofrecer esta crónica que, según su mano creadora, ha sido el fruto recogido de sus vivencias personales.
En su metraje, Coll se adentra en el universo de las relaciones familiares a través de Lea, personaje neurálgico en un proceso de autodefinición que observa como su mundo se mueve con rapidez sin que nadie le haya dado aviso. A través de sus ojos, el espectador atiende a su percepción del reencuentro de unos caracteres unidos por la consanguinidad, los rencores, y el sinsentido de las circunstancias que les rodean tras asisitir al funeral del patriarca, auténtico féretro del núcleo familiar. Los tres días a los que alude su título corresponden al velatorio, misa y entierro del finado. El filme está construido sobre la intuición, y sobre las espaldas de unos personajes que esbozan matices en apenas unos gestos, unos diálogos, unos simples pasos. Supone un torrente desnudo, de silencios afilados, miradas perdidas, planos estáticos que apuestan por la serenidad de los momentos y una sinfonía inagotable de conversaciones futiles en los que los personajes se escudan para tratar con sus sentimientos.
Quizás la frialdad de sus emociones, algunas lagunas que quedan sobre el papel, y la ausencia del sentimiento puro, hagan que el espectador se sienta por momentos desorientado, sin poder encontrar una posible identificación que enriquezca su planteamiento argumental. La austeridad que insiste en mostrarse en cada plano también incide en el distanciamiento del patio de butacas, así como en la disección de la complejidad de lo que se está exponiendo. Coll lleva su despojo total de recursos al límite, además de mostrar voluntad de acercarse a la estética de cine más europea.
La verosimilitud de la galería de personajes abre sus manos mediante un lenguaje gestual cercano al improperio, mediante detalles reveladores. La directora perfila pues, una ópera prima que apunta notas hacia la carrera por los Goya, al menos en lo que a filme y dirección noveles se refiere.