Lo confieso: no me gusta el deporte; ni el fútbol, ni el tenis, ni ninguna actividad física que tenga que ver con formar los músculos, sudar o adelantarse en el marcador al contrario. Pero ese espíritu a favor del “relax” no me impide disfrutar de la bella e infantil épica futbolera de “Evasión o Victoria” o del loco espíritu freak de “Shalin Soccer” –todavía sus balonazos espirituales retumban en mi cabeza-.
“La Bici de Ghislain Lambert” es una de esas películas “deportistas” en la que la lucha por el triunfo forma la peana sobre la que se despliegan los minutos sobre la pantalla; pero a la vez, es nueva en algo: el protagonista no es el líder del pelotón, el campeón, sino uno del montón, uno al que sus corazón y sus ganas de llegar al podium le pesan más que sus propias y pobres capacidades para darle al pedal; un looser en todo regla que nunca llegará a pasar a la historia del ciclismo, que no saldrá en las enciclopedias del deporte, pero esta es su pequeña fábula, la carrera a golpetotes de esperanza sin futuro de un ciclista pequeño y mediocre.
Benoît Poelvoorde –un magnífico y feo actor protagonista de la rompedora “Ocurrió cerca de su casa”, ganadora en el Festival de Sitges hace casi diez años- se mete en la piel de este ciclista segundón de los setenta, que aunque se intente dopar –esplendorosa secuencia la de la sobredosis antes de la carrera-, lo único que acaba siendo es personaje bufón de su propia desgracia; no hay sitio para él en tiempos del “Dios” Eddy Merckx.
Aunque quizá será mejor apreciada por los aficionados a los puertos de montaña y a la contrarreloj, “La bici de Ghislain Lambert”, se desmarca por su sencillez y bella épica derrotista forjada a golpe de pedal.