Despedidas

Despedidas es una de aquellas joyas inauditas para nuestros tiempos, que recurren a la esencia del cine para transmitir más que una historia, una emoción que se perfila a cada secuencia, a cada paso con el que el espectador acompaña a su protagonista.
En ella, la muerte y su entorno se abordan con insólita naturalidad. No hay artificio ni banalidad en su planteamiento. Cuenta además con el honor de ser el primer filme japonés en 50 años en haber conseguido el Oscar a la mejor película de habla no inglesa para su país.

Su argumento nos presenta la iniciación y descubrimiento de Daigo, un violonchelista que, tras la disolución de su orquestra, decide abandonar la capital y volverse a su pueblo natal junto con su novia Mika. Una vez allí, conseguirá un empleo socialmente rechazado, el de nokanshi, o profesional que prepara a los muertos antes de que inicien su viaje hacia el otro mundo. Daigo decide aceptar la profesión -pese al desprecio que muestra su mujer ante el empleo- debido a la alta remuneración que le es ofrecida. Pronto se verá envuelto en un arte para el acondicionamiento de los cuerpos y encontrará un valioso sentido a su existencia, y por ende, a la vida y a la muerte.

El protagonista ejerce las veces de guardián entre las puertas de la vida y de la muerte, descubriendo la fuerza de ese momento de despedida, de partida hacia lo inescrutable. La preparación de los cuerpos no es mostrada de modo grotesco, pese a que gozamos de algún momento distendido en su centrifugado de sentimientos. Por el contrario, la liturgia se ofrece de manera delicada, elegante y revitalizadora. Toda la esencia de la persona que despide se recoge entre una atmósfera que intensifica el momento del adiós definitivo. Por el camino, un emotivo periplo al corazón de Japón y a una parte sagrada de la herencia cultural nipona.

Filmada con un cromatismo apagado, su propuesta visual contrasta con ciertas decisiones estéticas que dan calor al conjunto, ya sea para dibujar el destino de su protagonista como para describir las secuencias fraguadas en la intimidad de su trabajo, aquellas en las que la cámara se mantiene fija y el silencio se apodera de la banda. Tan sólo los llantos o las risas de los familiares lo logran romper. La sobriedad de la imagen, un acercamiento que busca los rostros, saca lo mejor de cada detalle.

Estamos pues ante una de esas obras que parecen haber sido concebidas en estado de gracia. La cosmología que conforman sus personajes ayuda para que el realizador dé un halo místico, casi mágico, y con una sensibilidad que desgrana lentamente el alma de la película.