Vivimos un presente mediático tan obsceno y absurdo, que un personajillo como Brüno apenas funciona como un bufón coyuntural más.
Tras hacer lo propio con el rapero Ali G y el periodista kazajo Borat, el cómico británico Sacha Baron Cohen recicla ahora para la gran pantalla al tercero de los estrambóticos personajes que creó para la pequeña, el presentador austriaco y ultragay Brüno, quien, tras ser despedido del canal de moda para el que trabajaba, atraviesa Estados Unidos intentando desentrañar qué claves sociales de aquel país podrían ayudarle a convertirse en una celebridad.
No es difícil comprender por qué si Borat triunfaba, o al menos conseguía trascender su apariencia de broma pesada y de mal gusto, Brüno no lo consigue. Básicamente, se debe a que el anterior film (también dirigido, como el que ahora nos ocupa, por Larry Charles) era un experimento arriesgado, y como tal salió bien pero bordeaba continuamente la catástrofe. Y Cohen se ha limitado a repetirlo sin autocrítica alguna; como si las innegables carcajadas y reflexiones provocadas por las inauditas actitudes del periodista de Kazajistán, su éxito de taquilla y su polémica repercusión pública, la no siempre transparente mezcla de ficción y cámara oculta con que se narraban sus aventuras, hubiesen sido méritos suficientes para compensar el hecho de que nos hallábamos ante un producto esencialmente comercial y no muy sutil, claramente enfocado a un sector de público que idolatra la incorrección política en los medios como válvula de escape cínica para su sumisión al sistema en el que vegetan.
Pero repetir una fórmula no contrastada suele saldarse con el descubrimiento de que el compuesto salió adelante la primera vez como suma de factores inaprensibles, en absoluto cuantificables y mucho menos reproducibles. Borat era revulsivo, Brüno resulta únicamente zafio. Borat era original, Brüno actúa como si le copiase. En los ochenta minutos que duraba Borat no éramos conscientes en casi ningún momento de cierta vaciedad de fondo, y en Bruno esa sensación no nos abandona nunca, lo que desemboca en aburrimiento…
Por supuesto, no faltan las escenas demenciales; el alter ego de Cohen presenta una gran coherencia; y muchos de los que tratan con Brüno tendrán que salir a partir de ahora también travestidos de casa. En este sentido, Cohen vuelve a dar en la diana de la memez y los prejuicios consustanciales al grueso de nuestra especie, hasta el punto de que sus películas bien podrían representar una actualización de aquella Historia de la Estupidez Humana escrita por Paul Tabori.
Pero Brüno exuda una artificiosidad mortal de necesidad para lo que pretende ser, una suerte de reportaje esquinado de autor sobre los males de lo mediático y la intolerancia. Y, además, empieza a sembrar dudas sobre las estrategias de Cohen, el primero a estas alturas en no distinguir entre realidad y ficción (sus personajes parecen devorarle), y en emplear todos los medios a su alcance para hacerse publicidad. Por otra parte, la subversión que representan sus personajes tampoco es tanta a la vista del paisanaje real que transitamos. Se dice que del montaje final de esta película ha desaparecido una entrevista de Brüno con LaToya Jackson en la que no salía bien parado su hermano, Michael Jackson. Pero, ¿qué es más indecoroso de cara al espectador, hacer mofa de un muerto, o dedicarle un panegírico tan ridículo como el que le salió del alma a Stevie Wonder en su funeral: “Aunque nosotros te necesitábamos, Michael, seguro que Jesucristo te necesita más”?
Vivimos, en fin, un presente público tan obsceno y tan absurdo, como se puede comprobar a diario en Sálvame, DEC, La Noria y tantos otros programas televisivos, que criaturas como Borat y Brüno apenas funcionan como unos bufones coyunturales más entre otros miles, todos ellos empeñados en llamar nuestra atención (y llevarse de paso nuestro dinero) apelando a la concepción del espectáculo más chillona y chabacana. A Brüno opondría uno Zoolander, aquella comedia de y con Ben Stiller que venía a decir básicamente lo mismo que la cinta de Cohen pero con un mínimo de ingenio y elaboración, y no con la patada en la boca como única arma creativa. Hace casi tres años, se concluía en esta misma página a propósito de Borat que "el desmadre gamberro y desacomplejado tiene un nuevo techo que convendría no intentar cruzar". Brüno lo ha hecho, y eso no ha significado nada.