Bien podría ser una nueva vuelta de tuerca a lo que ya habíamos podido atender en 'Elephant'
Gus Van Sant ha conseguido situarse entre los directores más codiciados tanto en los patios de butacas hollywoodienses que ven en sus obras una trangresión formalmente académica, como en los círculos más independientes. Las diferentes etapas del realizador le han hecho coquetear con las grandes productoras, los grandes festivales y los grandes actores, estos últimos dispuestos a rebajar sus astronómicos sueldos por trabajar con un todoterreno como él.
Aunque Paranoid Park se haya estrenado ahora entre nosotros, es cronológicamente anterior a su última Mi nombre es Harvey Milk, que contó con el honor de recibir ocho nominaciones de la Academia. La situamos, a su vez, inmediatamente después de su trilogía de la muerte, compuesta de tres filmes que lo volvieron a encumbrar como maestro del cine independiente. Estos fueron Gerry, la magnífica Elephant y Last days, que se estrenó rodeado de polémica por basarse libremente en la muerte del líder generacional Kurt Cobain.
Podríamos vaticinar que Paranoid Park ha sido concebida como el epílogo de la trilogía de la muerte, o bien, que Van Sant, no contentó con su exploración en forma de tríptico sobre la angustia adolescente, decidió convertir su triada en tetralogía. Porque bien podría ser una nueva vuelta de tuerca a lo que ya habíamos podido atender en Elephant: una mínima excusa argumental configurada como una experiencia estética, que, además, entronca con el tortuoso camino que supone el paso a la vida adulta.
Alex, un adolescente aficionado al monopatín, mata accidentalmente a un guardia de seguridad en los alrededores de un conflictivo parque llamado Paranoid Park. Él decide no comentar nada con nadie. Lo que el espectador observa es el proceso por el que atraviesa el muchacho. La obra se sucede como la lluvia de imágenes deconstruidas que se producen en su mente, dando lugar a una sinfonía de fotogramas cortesía de Christopher Doyle, operador habitual de fotografía de Wong Kar-Wai.
El director decidió convocar un casting de actores -o aspirantes- no profesionales a través de MySpace. El resultado confirma la teoría de que una interpretación libre e improvisada basada en la experiencia vivida puede acabar con igual validez que la interpretación milimétricamente estudiada. El conjunto actoral baila al son que marca el compás de Van Sant, quien monta, guioniza y dirige el producto.
El resultado conjuga un estilizado discurso sobre la culpabilidad, aderezado con una bella y caótica oda a la adolescencia, al miedo y la emoción de lo desconocido y de lo nuevo, a la primera experiencia sexual y lo que ésta supone. Van Sant hace estallar un dechado de poesía visual que transporta al espectador a un viaje interior que reitera secuencias, juega con el tiempo y utiliza un uso iconoclasta de la música y el diseño de sonido.
Si su anécdota sobre el papel resulta menor, su realizador la convierte en una elegante arquitectura de atmósferas enrarecidas. Toda una proeza que produce un extraño efecto hipnótico en el espectador.