Todo en este Potter huele a sobractuación de adolescentes, todo en ellos es irritante y agotador.
A estas alturas, las reflexiones sobre los libros de Rowling y su adaptación al cine han sido lo suficientemente estudiadas como para dejar su enumeración definitivamente, y limitarse a apuntar en qué punto han quedado en esta ocasión las descompensaciones habituales o si por contrario se ha obtenido como logro el producto autónomo al que debería aspirar cualquiera de sus cintas. Algo que a priori no debe preocupar demasiado en la Warner, capaz de haber acordado para el último de los libros de la saga (y que sigue al que nos ocupa) una doble película para que la franquicia rinda algo más de lo que la lógica impone, a pesar de tratarse éste de un mero desenlace en que su escritora pierde completamente la estructura de los anteriores y sin ella vaga errática hacia el cierre final del chiringuito.
Son cosas obsesivas de la mercadotecnia. Exprimir hasta el último euro. Con tics nerviosos tan asombrosos como cambiar el nombre de Príncipe Mestizo por Misterio del Príncipe. Ya saben, podría sonar racista. Cosas de estos tiempos.
La cuestión es que en el caso que nos ocupa no estamos ante un producto autónomo ni nivelado, como sí había logrado ser alguna de las entregas anteriores. En su lugar David Yates demuestra que como realizador puede ser hábil con la cámara con enfoques y zooms propios del mejor Fincher, que puede forzar fotografías épicas y fantasmagóricas como sabría hacerlo Peter Jackson, pero que resulta tan flojo en la dirección de intérpretes como Chris Columbus se mostraba en las dos primeras partes. Porque todo en este Potter huele a sobractuación de adolescentes, todo en ellos es irritante y agotador. Defecto agravado por la hipertrofia hormonal de un argumento que se recrea en lios de faldas como elemento vital mientras el destino del mundo, nos dicen, está en juego.
Abandonados quedamos pues ante un cruce entre alguna de las chuscas teleseries de las que parece tomar su leitmotiv, con la impronta del puritanismo de escuela de monjes franciscanos que exalta el rubor de un beso o la pasión sonrojante del "creo que me ha mirado". Ni los gestos ni las reacciones tienen una credibilidad ni interés para explicar las dos horas y media necesarias para finiquitar la función, y las tibias explicaciones sobre la parte de enjundia lucha igualmente con los gags desnatados que nos hacen preguntarnos por los criterios a la hora de seleccionar escenas en la adaptación. Con todo, la mayor duda es si los lectores que mantuvieron la atención por encima de las 600 páginas en el texto original, pueden hacerlo durante su agotador metraje.
A pesar de ello, sus méritos estéticos, algunas escenas de acción y lo que aporta extendiendo la sólida y rica construcción de sus libros (una dependencia que menoscaba esa consideración de producto autónomo) no la hacen del todo indiferente. Y funcionando como elemento adicional de merchandising, con el extra del aire acondicionado de la sala en tiempos de canícula, puede ser una herramienta especialmente útil para explotar el filón. Aunque de cine poco, claro.