El protagonista, Simon Pegg, fuerza notas interpretativas grotescas en un intento baldío por ganarse la simpatía y la atención del público.
La sátira de costumbres altisonantes, que tiene expresión canónica en "La Feria de las Vanidades" escrita por William Thackeray en 1847, es uno de los géneros que requiere de talentos más peculiares en lo literario y menos codificados en lo cinematográfico. Puede que por ello, producciones de los últimos años tan autocomplacientes como Recortes de mi vida y Gente poco corriente hayan fracasado, a la hora de combinar el ingenio mordaz con registros cómicos y dramáticos más convencionales, en su objetivo de destripar ambientes supuestamente exclusivos. Algo que sí supieron hacer con gran contundencia en décadas pasadas Billy Wilder (El apartamento), Truman Capote ("Desayuno con diamantes"), Federico Fellini (La Dolce Vita) o Tom Wolfe ("La hoguera de las vanidades").
Pese a ciertas pretensiones por emparentarse con las últimas obras citadas, Nueva York para principiantes es claramente asimilable a las dos primeras, las dirigidas por Ryan Murphy y Griffin Dunne. E incluso queda un peldaño por debajo, pues tras amagar al principio de su metraje con una suerte de humor ácido y sarcástico —no en balde su realizador, Robert Weide, es co-responsable junto a Larry David de la serie Curb your enthusiam— acaba precipitándose en el terreno de la comedia romántica más tosca. Una disfunción que hace añorar la solidez y limpieza de El diablo viste de Prada, cinta de temática similar menospreciada por la crítica española en el momento de su estreno, pero que no hace más que ganar en el recuerdo al compararla con la película de Weide y con tantas otras amorfas nimiedades contemporáneas por el estilo (Sexo en Nueva York, El diario de Bridget Jones, 27 vestidos…).
Nueva York para principiantes se basa en el libro del provocativo periodista británico Toby Young "Cómo perder amigos y caerle mal a la gente". Desde su título, que parodiaba el del clásico de la autoayuda firmado por Dale Carnegie "Cómo ganar amigos e influir sobre las personas", la obra de Young constituía una sangrante vendetta contra el falsario mundillo neoyorquino de las tendencias en moda y espectáculos, que Young publicitó durante los cinco años en que escribió para la lamentable revista Vanity Fair. Una experiencia divertidamente desastrosa que, en su trasvase a Hollywood (bien que en régimen de co-producción británica y con un presupuesto ajustado), se ha visto sometida a varios peajes que han reducido drásticamente su alcance.
En primer lugar, el alter ego de Young en pantalla, el cómico Simon Pegg, fuerza en exceso las notas grotescas y patéticas, en un esfuerzo baldío por ganarse la simpatía y la atención de un espectador que, paradójicamente, nunca llega a saber a ciencia cierta qué méritos han llevado a un medio tan chic y prestigioso a ficharlo. Su historia de amor con la única colaboradora de la revista que le aguanta (interpretada por Kirsten Dunst) es previsible y cansina. Los demás personajes del film no pasan de lo caricaturesco. Y la alternancia de secuencias chuscas, sentimentales y críticas (tampoco muy elaboradas tasadas por separado) nunca es armónica, como demuestra un final como mínimo precipitado.
Tratándose, en definitiva, de una película que aspira a ser el colmo de lo punzante, Nueva York para principiantes queda atrapada en una angustiosa tierra de nadie, entre el film con pretensiones para espíritus de sofisticación superficial, y la comedia lela de tropezones y besos finales en parques mientras la cámara se eleva y empiezan a aparecer los títulos de crédito.
Un saldo veraniego más.