Surgido de las profundidades del oscuro mundo de Bram Stoker y su rey de las sombras, de la novela de 1897 de nombre único ‘Drácula’, Van Helsing, secundario de setenta años de edad cambia su nombre de Abraham a Gabriel, y rejuvenece por obra y gracia de los caprichos de Stephen Sommers.
El director de las visuales y huecas aventuras de La Momia (La Momia y El Regreso de La Momia) escogió para ése personaje que estaba dando forma, a alguien que ya había interpretado a un luchador atormentado inconsciente de su pasado trabajando para una sociedad secreta. Hugh Jackman, dando vida al mercenario proscrito y eterno forastero como fuera Lobezno, se encamina a la búsqueda del vampiro jefe por si por el camino encontrase claves sobre su pasado.
Con un currículo aparentemente limitado y extraplano (aunque también se había encargado de ‘Las Aventuras de Huckleberry Finn’ con el alter ego de Frodo, ‘El Libro de la Selva: la aventura continúa’ y ‘El Misterio de las profunidades’), no era de extrañar que a Sommers siempre le preguntasen “¿para cuando Drácula?”. Lejos de quedarse momificado con una tercera parte, o de limitarse a responder con película simple sobre el glamouroso hematófago –ajeno en todo caso al tono socarrón de la pregunta- se puso un reto mayor. Coger a cuantos más monstruos de la Universal mejor, y unirlos en producción.
Este tipo de ideas de bombero, tan a gusto de las cerradas mentes-hucha de los mandamases de hollywood, iba pues a contar con Frankenstein (Shuler Hensley) un hombre lobo (Will Kemp) o un aliado de corte nuevo llamado a Carl en honor a Carl Laemmle, el fundador de la Universal Studios.
La base rocambolesca necesitaba ayudas: un buen director de fotografía con cinco nominaciones a los Oscar (Allen Daviau), el diseñador de producción de la La momia, y la responsable de vestuario ganadora de un Oscar por La edad de la inocencia (Cagriella Pescucci). Todos, de viaje de rodaje a Praga. Allí tendrían el clima frío y lluvioso para los exteriores que buscaban, los extras del aspecto físico que requerían y, sobre todo, edificios con siglos de antigüedad. Sólo algunos escenarios tuvieron sitio en EEUU (la entrada del castillo, el balcón y el tragaluz de Frankenstein; así como el laboratorio, la cámara del antídoto y la sala de ataúdes de Drácula).
Después vino lo digital, autentica debilidad del director. Con “ambientes infográficos” aumentaron desproporcionadamente el tamaño de construcciones de todo tipo, algunos cuerpos digitales cuyos movimientos eran demasiado extremos y, en definitiva, ese aire a cuento moderno que está presente en muchas producciones recientes. La conclusión: Sommers sigue siendo ese producto industrial, director a gusto de producción, responsable de una fantasía que aspira a llegar a un miedo pueril políticamente correcto.
