Los hermanos Scott tienen una particular relación con la crítica. A Ridley, por algunos títulos de culto que es innecesario recordar, se le sigue conservando un cierto status y aura de respeto, aunque con frecuencia se esperan sus tropiezos para ensañarse con ellos, para recordar otros fallos imperdonables en su filmografía y volver a encerrarle en su pasado y tirar la llave, bajo esa sensación de que sus éxitos fueron poco menos que obra del azar o el resultado de las circunstancias.
Tony, además, ha de cargar con el peso de su hermano. Con el tufillo a nepotismo o de beneficios de consanguinidad. Sus éxitos están ahí, esparcidos a lo largo de más de treinta años de cine singularmente desigual. En su caso los nombres de culto son menos, a no ser que entremos en consideraciones de cariño de público, acierto en la época, o en definitiva respetemos obras muy limitadas en el tiempo cuyo oportunismo no les permitió trascender por encima de cualquier consideración, como su hermano sí logró (inevitable nombrarlo) en Blade Runner.
Aún así, de forma intermitente, el menor de los Scott da con estrenos efectivos y cumplidores, por encima de muchos otros que le salen meramente crematísticos y agotadores. Algo a lo que no ayuda su estomagante afición por los excesos de cámara, los efectos visuales mareantes que más que un sello personal son un vicio a evitar.
En Asalto al Tren Penhalm, empecemos por las virtudes, apenas en un par de ocasiones uno grita en su fuero interno que la cámara se detenga. Que no hay necesidad emocional alguna de coger un diálogo cualquiera y buscar intensidad a base de giros incoherentes. Incluso apuntando al desenlace, su rizado de rizo es contenido y eso resulta relajante, lejos de los excesos convencionales que aquí en general se mantienen a raya en lo que probablemente sea su mayor virtud.
Cuestionar a Asalto al tren por su naturaleza de remake, tirarle piedras antes de iniciar la proyección a algo que no esconde su sello ni su nombre cuando tantos otros productos son remedos descarados en lo argumental, travestidos de originalidad por apenas unos cambios cuando no una solución rebuscada, pasa a ser algo innecesario cuando su ritmo se mantiene y no se excede como habría sido pronosticable. Varios de los personajes se hacen verosímiles para conectar con el espectador, los diálogos de Brian Helgeland vuelven a demostrar que su capacidad como guionista es directamente proporcional a la base con la que trabaja. Llegó alto en alianza con Eastwood en Mystic River, se volvió estresante en Man on Fire (con mismo director y protagonista) y fracasó tanto en Payback como reconocido fue en LA Confidential. Todos casos en los que adaptaba una novela.
Aquí ante los tópicos que uno preveía con temor por las características del género, el balance hace que en esta ocasión el equilibrio impida reprender a Tony Scott. Por esta vez no puntúa negativamente, y eso en un género de secuestros y rehenes debería puntuar doble. No obstante algunos nos tememos que por más que lo intente, en breve volverá a darnos motivos para detestar sus carencias.