No solo un efectivo carrusel de emociones primarias, sino también una mirada burlona sobre nuestro presente ético.
La protagonista de esta agotadora película de terror, Christine Brown (Alison Lohman), es una empleada bancaria de origen humilde cuya ansiada ascensión en la escala socioeconómica le empuja a sacrificar a una de sus pares, la señora Ganush (Lorna Raver), anciana rumana a la que niega una prórroga hipotecaria. Decisión que acarrea a la joven una temible maldición.
Resulta tentador establecer un paralelismo entre las desventuras de Christine y los esfuerzos del co-guionista y realizador de Arrástrame al Infierno, Sam Raimi, por armonizar a lo largo de su filmografía la tendencia a los desenfrenos temáticos y audiovisuales, y su posición como artesano en el marco del cine mainstream norteamericano; esfuerzos sobre los que su nueva película constituye un análisis (auto)crítico de no pocas franqueza y crueldad. Al fin y al cabo, el título Arrástrame al Infierno semeja una súplica…
Así, la pulcritud y asexualidad forzadas de Christine, sus intentos por controlar su dicción y por conseguir el puesto de subdirectora en la sucursal donde trabaja, el vergonzante y a la vez rotundo reconocimiento de su extracción campesina y el alcoholismo de su madre, su deseo por integrarse en la adinerada familia de su novio —aspectos todos ellos que Raimi formaliza con fotogramas abúlicos y descoloridos—, podrían equipararse a la tensa actitud creativa del cineasta en Un plan sencillo (1998), Entre el amor y el juego (2000), Premonición (2000) y la desastrosa Spider-Man 3 (2007), cumbre de la faceta más interesada de su director: la sumisa a los dictados de los grandes estudios y el beneplácito mayoritario.
Por contra, la señora Ganush, con su arsenal de defectos físicos, trucos estridentes de cámara y sonido, fluidos repugnantes, efectos visuales y criaturas demoníacas, ejemplifica lo más propio de Raimi, aquello que le otorgó durante mucho tiempo una aureola de cineasta de culto y a lo que no ha podido evitar regresar casi treinta años después de Posesión Infernal (1981); ópera prima cuyas locuras heredadas de los Looney Tunes, los cómics de la EC, la literatura pulp y el propio cine se prorrogarían en Ola de Crímenes, Ola de Risas (1985), Terroríficamente Muertos (1987), Darkman (1990), El Ejército de las Tinieblas (1993) y, en menor medida, Rápida y Mortal (1995) y las dos primeras entregas de Spider-Man (2002-2004).
Arrástrame al Infierno se integra en este segundo grupo de películas (el primer tratamiento del guión fue escrito por Raimi y su hermano Ivan en 1992, el logo de la Universal que abre el film era el usado en los ochenta), conformando su agresividad casi paródica no solo un efectivo carrusel de emociones primarias, sino también una mirada burlona sobre este nuestro presente lleno de personas “normales y corrientes” que, enfrentadas al menor dilema ético, se convierten en monstruos. Por otra parte, que la película esté en apariencia lejos de ser sutil no debería engañar al espectador, pues Raimi se maneja admirablemente con la puesta en escena, que en no pocos momentos remite a clásicos del género como Jacques Tourneur y F.W. Murnau, y en otros ofrece reminiscencias pertinentes de sus mejores trabajos previos.
Suponemos que Sam Raimi se enfrascará de inmediato en la producción de Spider-Man 4. Quién sabe si el desenlace de la película que nos ocupa no será un chiste privado en torno a lo que supusieron finalmente para él las tres primeras aventuras del trepamuros, o un aviso dirigido a sí mismo sobre lo que puede representar la cuarta. Pero, en cualquier caso, confiamos en que la revitalización que manifiesta Arrástrame al Infierno no sea residual; nos hace concebir la esperanza de que para el director de Posesión Infernal quepa aún la redención, más que la condena en el infierno del cine inodoro e insípido.