Parece propio de hace siglos, pero el apartheid apenas hace veinte años que se derogó. El sistema social y político que mantenía a millones de negros bajo el poder de unos cientos de miles de blancos se extinguió tras la presión internacional, los embargos económicos y la lucha que mantenía en el interior del país el Congreso Nacional Africano, liderado entre otros por el encarcelado Nelson Mandela.
J.M. Coetzee, el novelista sudafricano premio Nobel de Literatura y en dos ocasiones premio Booker, centra gran parte de sus novelas en las consecuencias humanas y sociales que ha dejado tan aberrante sistema. A pesar de sus premios y calidad, Desgracia (publicada en 1999) es prácticamente la primera adaptación que se hace al cine de su obra. El alto contenido metafórico de su narrativa así como su apego a lo negativo (basta repasar sus títulos) espanta a los grandes estudios, sólo interesados en alegrar al espectador de modo efímero.
Fueron dos arriesgados cineastas, la pareja formada por Ana María Monticelli y Steve Jacobs, los que desde su compañía Wild Strawberries adquirieron los derechos de la novela en 2002. Compaginando durante cuatro años sus respectivos trabajos como actores, Monticelli escribió el guión de la cinta mientras que Jacobs planificaba la puesta en escena. Por fin, en 2007, comenzaban a rodar.
Semejante empeño no ha sido en vano y el viaje a la pantalla de Desgracia ha resultado una fiel adaptación del texto en sus ejes temáticos y narrativos, proveniente de la admiración de los autores por el original. En ella seguimos a David (John Malkovich) tras el abuso sexual cometido hasta la granja donde su hija Lucy (Jennifer Haines), blanca, comparte terrenos con Petrus (Eriq Ebouaney), de raza negra. Durante su estancia, David y Lucy son atacados por tres adolescentes negros que la violan e intentan quemar vivo a David.
La cinta requiere desde su primer fotograma un esfuerzo del espectador para entrar en su lógica de metáforas, simbologías y paralelismos, tal y como sucede en el texto literario. El esfuerzo es pronto recompensado pues nos adentra en un mundo adulto y complejo, ríquisimo, donde se abordan con realismo temas como el deseo, la senectud, la pareja, la ética, el perdón y, por supuesto, el racismo.
El soberbio guión de Monticelli está acompañado por una cruda y exhaustiva dirección de Jacobs, un alarde narrativo en muchas de sus secuencias. No se trata ni mucho menos de un director-estrella que intente asombrarnos. Al contrario, se trata del rigor de un cineasta que ajusta al milímetro lo que debe mostrarse para que el espectador construya el nexo entre lo visto y lo narrado. Así sucede con los dos incidentes centrales de la película, el acoso de David y la violación de Lucy, en un juego de espejos donde se evidencia nuestra doble moral al respecto. O con la secuencia del perro sacrificado por David, metáfora acerca de su propia situación, contada con una calidad y economía extraordinarias.
No menos importante en la excelencia del film es el trabajo de Malkovich. Probablemente es, junto con Anthony Hopkins, el único intérprete vivo capaz de abordar al protagonista con solvencia. Observar los gestos, dicción (por favor, en V.O.S.) y miradas con que lo encarna es toda una derrota para el método del Actor´s Studio. Malkovich se limita a ser David, y el resultado es abrumador.