Situada en 1814, N, Napoleón y yo dibuja la historia de Martino (Elio Germano, mancebo actor que ha empezado una prometedora carrera en tierras italianas), un joven profesor idealista y avanzado a su tiempo que vive enamorado en la isla de Elba de una bella baronesa (Monica Bellucci) y sueña con el asesinato de Napoleón (Daniel Auteuil, acertada elección). Éste aparecerá en la isla como exiliado y le ofrecerá al joven maestro un puesto de bibliotecario. El muchacho aceptará la oferta con el deseo de cubrir sus expectativas de venganza y justicia pero la relación entre ambos se irá estrechando hasta la amistad y el respeto. Tan prometedora historia se diluye en sus intenciones de crear un producto histórico de cierta entidad con elementos de picaresca y de comedia italiana.
En su lugar, acaba en una acumulación de personajes caricaturizados, estereotipos grotescos y exagerados y un tono de banalidad que tiende a la risa plomiza. Encontramos todo lo que la tradicional comedia italiana ha ofrecido durante años sin lograr por lo general resultados brillantes: mujeres solteras y chillonas, mujeres curvilíneas y desvergorzadas que buscan el goce del sexo masculino (la Bellucci, por supuesto), los soldados advenedizos pero simpáticos, un santo varón protagonista sin mácula, y en medio de todo ello, la figura de Napoleón intentando mostrar su humanidad megalómana en un rol imposible.
Si bien los actores y sus entramados psicológicos resultan francamente desaprovechados, estos logran mantener a flote unos caracteres triviales que distan de la fabulación histórica que se merecería un producto de sus características. El siempre excelente Auteuil anima el tono de la obra con sus apariciones en pantalla, imponentes en su mayoría, aunque sin llegar a la composición de un personaje para el recuerdo. Más bien intenta salvar la compostura mediante su depurada técnica en una co-producción que cuenta con el beneplácito económico del Ministerio de Bienes y Actividades Culturales, por aquello de que narra un pedazo de historia generalmente sobreseído por los libros. Por supuesto, la ambientación y el vestuario, aún lejos de ser una joya artística, cumplen con sobrada corrección.
El mayor atrevimiento de la cinta viene cuando se introducen las secuencias dramáticas, propias de cualquier filme histórico, que desatinan el tono de comedia campestre de enredo y que pretenden aleccionar sobre los valores de la heroicidad y el ser humano. Todo ello dentro de un batiburrillo histórico de pretendidas ínfulas culturales que no logra justificar su existencia ni como anécdota liviana más o menos graciosa ni como relato de interés histórico. Por momentos, se podría decir que su realizador ha obviado por completo la línea argumental sobre la que se sustenta y en su lugar ha perdido el orden y concierto, pues la mezcla constante de géneros resulta desafortunada.
N, Napoleón y yo queda, pues, como una suave opereta de situación que revierte el cine histórico para convertirlo en una desconcertante partitura de personajes bobalicones y romances de carcajada.