Dany Levy es un cineasta judío de origen suizo nacionalizado alemán cuya formación teatral le encaminó pronto hacia el cine y la televisión, no solo en trabajos como actor, si no también en labores como director, guionista, productor y crítico. El origen de Mein Führer se halla en la indignación artística que sintió Levy tras el visionado de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) al manifestarse en contra de la fabricación de una imagen cinematográfica del Holocausto. Para Levy, levantar una imaginería digna de aquella miseria es irreal. Comenzó a percibir cambios a partir de La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) donde la imaginación y la esperanza personal era lo único positivo tras un telón de acontecimientos horrendos.
Desde la productora X Filme Creative Pool creada en 1994 con otros cuatro cineastas, Levy puso en marcha un pequeño proyecto donde verter esa rebeldía sentida por la cinta de Spielberg. A sabiendas de que hacer una comedia crítica con el III Reich estaba más que superado en las geniales El gran dictador (Charles Chaplin, 1940) y Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942), Levy encontró un resorte cómico poco explotado; entrar en la psicología de Hitler a través de la interpretación freudiana de su relación paterna. Al parecer, Hitler fue un niño maltratado, lo que según esta interpretación psicoanalítica podría explicar su deseos de venganza mundial; esa guerra total proclamada en sus discursos.
En un Berlín derruido por los bombardeos aliados, Hitler (Helge Schneider) se halla aislado y triste, decaído por la derrota que se anuncia inminente. Goebbels (Sylvester Groth) pretende dar un golpe de efecto preparando al dictador para un último discurso con una puesta en escena llevada a cabo por Leni Riefenstahl, pero en la única persona que el Führer confiaría para su entrenamiento sería su antiguo profesor judío de interpretación, Grünbaum (Ulrich Mühe). La comedia está servida en el momento en que trasladan al profesor desde el campo de concentración donde está recluido hasta el mismo despacho del dictador para darle clases.
Su condición de película pequeña y teatral no se resiente en su dinamismo. La acción apenas transcurre en el despacho de Hitler y en la sala aneja donde sus ministros le espían mediante un altavoz y la transparente tela del lienzo del cuadro. El realizador se mueve con soltura en estos espacios pequeños con variedad de posiciones de cámara y un montaje solvente. El problema surge en que gran parte de la comicidad queda rota por la excesiva caricatura del dictador desde la primera secuencia, donde ya es representado como un ser infantil y desvalido. La progresión en el cambio de roles conforme la relación entre profesor y dictador avanza hubiera sido más eficaz y hubiera hecho más hilarantes las secuencias donde la preparación de Hitler consistía en, por ejemplo, hacerse pasar por un perro.
Queda al final de la proyección cierto aire de comedia fallida que los autores intentan enmendar en unos créditos donde, ya fuera de la ficción, se pregunta a ciudadanos anónimos de distintas edades sobre el Führer. Es sugerente el progresivo desconocimiento ante la pregunta de los encuestados conforme disminuye su edad. Y quizá ese sea el mensaje final que Levy y su equipo no ha podido transmitir de otro modo en la cinta; que películas como la de Spielberg no deben contribuir a crear una imagen minimamente seria del deleznable partido nazi.