Alejandro Amenábar olvida que las alegorías y los mensajes están muy bien; pero, si se articulan a través de personajes que corren innumerables peripecias dramáticas, éstas deben ser capaces de implicar emocionalmente al espectador.
En un ejercicio de coherencia artística que desemboca de modo hasta cierto punto lógico en el desinterés del espectador, Ágora logra parecerse mucho a su protagonista: Hipatia (intepretada por Rachel Weisz), una científico que vivió durante el siglo IV de nuestra era en la Alejandría que gestionó el conocimiento clásico, bajo la égida del ya por entonces decadente imperio romano.
Y es que, en su quinta realización, Alejandro Amenábar y su colaborador habitual, el co-guionista Mateo Gil, hacen de Hipatia, a falta de datos contrastables, una impersonal adalid del pensamiento racional, tolerante, relativista y global, en una época convulsa en la que empezó a primar precisamente lo contrario, el oscurantismo fundamentalista de los pujantes cristianos que desembocaría en la Edad Media.
En cualquier caso, a Amenábar deben reconocérsele de nuevo cualidades extrañas a la mayor parte de los cineastas patrios, ya sean artesanos o autores: su ambición va mucho más allá de la rutina expositiva y de que luzca en cada plano el presupuesto invertido (en esta ocasión, 50 millones de euros). Busca que cuanto pretende contar y sus implicaciones se deduzcan de un minucioso trabajo de escritura y puesta en escena.
Pero, como le sucede a Hipatia, abstraída durante todo el metraje de Ágora en consideraciones astronómicas y matemáticas mientras a su alrededor se desvanece el Mundo Antiguo y se abre paso la cultura judeo-cristiana, Amenábar no tiene en cuenta que, aunque las alegorías y los mensajes están muy bien, si se articulan a través de personajes que corren innumerables peripecias dramáticas, éstas deben ser capaces de implicar emocionalmente a quien mira, so pena de concluir que no son más que una excusa para el discurso.
Éste resulta hasta cierto punto revolucionario, constituyéndose en el aspecto más polémico, más atractivo de Ágora: Los Otros era una historia de fantasmas contada desde el otro lado del espejo; Mar adentro, una biografía que no servía al propósito habitual de ensalzar el hecho de existir sino el de cuestionarlo; y Ágora recurre a otro género convencional, el de los péplums, para subvertir el tradicional punto de vista desde el que se han narrado, el de los cristianos, y enaltecer en cambio el laicismo y el positivismo, valores asociados en numerosas ocasiones previas a la opresión.
En Ágora reverbera aquella discusión que mantenían en ambos extremos de una escalera el Ramón Sampedro (Javier Bardem) y el Padre Francisco (José María Pou) de Mar adentro. Como en el anterior film de Amenábar, en Ágora los valores de la corrección política actual siempre ostentan una posición literalmente superior a la de los caducos, aunque estos aún acechan desde las profundidades prestos a hacer arder en la hoguera a quienes defienden la libertad de pensamiento.
Resulta curioso pensar que hace hace diez y doce años, cuando Amenábar estrenaba películas como Tesis (1996) y Abre los ojos (1997), era acusado de perpetuador de géneros a los que aplicaba recetas efectivas pero poco originales. Ahora cabe empezar a pensar que es un auténtico renovador genérico, en base a presupuestos ideológicos poco vistos en pantalla. Aunque con un grave defecto que se transmite a Ágora como se transmite a la realidad: esos presupuestos ideológicos son incapaces de ilusionar a aquellos que se pretende aleccionar, como si, en el fondo, quien los predica y quien trata de asimilarlos intuyesen que son falsos.