En un futuro próximo sin fecha concreta, la tecnología del control mental se apodera de la sociedad. Paralelamente, un juego multipersona en internet llamado Slayers permite controlar a seres humanos en un entorno real en vez de desarrollarse en servidores virtuales. Lo que sucede por tanto es real para los humanos, aunque estén siempre controlados por los jugadores.
Kable, un convicto que ha visto su vida truncada por unos hilos invisibles que él desconoce, es el campeón mundial del juego y cada uno de sus movimientos es seguido por millones de personas. Si supera dos combates más de los veintiocho que ya tiene ganados, podrá obtener la libertad y recuperar su vida, según marcan las reglas del juego.
Desde los primeros acordes de la versión de Sweet dreams de Marilyn Manson hasta la aparición del título inicial que cierra el prólogo, Gamer deja claro su cometido: reflejar una sociedad depravada in extremis en la que la humanidad sólo se puede saciar con los placeres más dañinos del voyeurismo, la información y sus canales de difusión y el paroxismo del sexo y de la muerte. Hasta aquí, el filme rinde pleitesía a otras obras que ya habían tratado los límites de la realidad virtual y de los placeres ocultos que estos pueden ofrecer a la perversidad del ser humano. Pongamos por caso, la infravalorada Strange days, de Kathryn Bigelow, o la ignorada Demonlover, del siempre excelente Olivier Assayas. Pero las coincidencias argumentales no llegan más lejos.
Donde aquellos filmes apostaban por un rigor de primer orden en la exposición, pese a que los tópicos hacían mella en su construcción, Gamer se revela como un videojuego hiperbólico y plomizo, que provoca el empacho tecnológico y que asombra por lo desigual de su propuesta. Podríamos pensar que pretende ser la adaptación fílmica de un Second life à-la-Halo con todos los ingredientes que ello conlleva más un ápice de crítica social que se diluye en la acción pura y dura de mamporro y vísceras por doquier. Si el espectador se ve catapultado a un universo alternativo de delirios audiovisuales altamente adictivos, la acumulación de colores, la banda sonora trash-metal ensordecedora, un desarrollo de los personajes prácticamente nulo, y la ausencia absoluta de flujo narrativo convierten el producto en una consumición dolorosa sólo apta para personas aficionadas al hardcore en el más amplio sentido de la palabra.
Sadomasoquismo extremo, machos anabolizados con sed de sangre, chicas que sólo buscan placer a través del dolor y que son vejadas a niveles poco habituales, gordos que se masturban con el placer de la barbarie ajena, combates de pressing catch llevados al límite y un sinfín de situaciones sanguinarias -que no gore-, se engarzan por el discurso de los poderes de la realidad y de la ficción y de cómo éstos pueden invertirse y provocar el caos.
Por si fuera poco, la galería de personajes que desfilan en el foco de tan epiléptica trama hacen gala de un comportamiento grandilocuente y grotesco que acaba por perfilar su condición de película adrenalínica, desenfrenada e imposible.
Sus realizadores, Neveldine y Taylor (así aparecen en los créditos finales), pareja de neoyorquinos aliados que escriben, producen y mueven las crucetas de los personajes, mantienen siempre el exceso por bandera. Todo para devolver la vida real a su sitio, dejar atónito al espectador y erigir una construcción vertiginosa y letal de un mundo hundido.
Si fuera un videoclip de duración estándar o un videojuego para poner a prueba el aguante del jugador, sería una proeza de virtuosismo técnico. Lástima que sea una película.