El combinado no falla por la mezcla sino por que los ingredientes no son los mejores posibles.
Esta cinta tiene el privilegio de haber sido la primera de origen Hong-Kong-taiwanés en participar en el cada vez más potente Festival de Sundance. La cuestión no es baladí pues supone la absoluta internacionalidad y crecimiento del festival, así como el cada vez mayor reconocimiento a la industria cinematográfica de los paises orientales que han participado en su producción, de los más fructíferos en las dos últimas decadas en cuanto a cantidad y calidad de obras generadas (incluso fuera del género de la artes marciales o la estetizada violencia callejera en las que se han especializado).
El latido de la montaña tiene la virtud de seguir la tradición del cine producido en Hong-Kong, casi un género en sí mismo, a la vez que trata de apartarse de él temáticamente de modo consciente. Para ello, ha utilizado de manera encomiable el mejor símbolo posible para su discurso, que no es otro que el incipiente actor Jaycee Chan, hijo de Jackie Chan, máximo exponente de la cinematografía y tipo de películas al que nos referimos.
Jaycee interpreta en la cinta a Sid, un joven que guarda grandes similitudes biográficas con él mismo. Batería de un grupo de rock y mimado hijo de uno de los más temidos matones mafiosos de la ciudad (Tony Leung), se ve apartado de su modo de vida fácil y caprichoso por su propio padre tras haber sido condenado a muerte por el capo mafioso Stephen Ma (Kenneth Tsang) debido a su relación con su protegida y amante Carmen, una joven y caprichosa modelo. Recluido en un pueblo taiwanés de las montañas, Sid descubre al grupo de percusionistas zen U-Theater, bajo cuya disciplina desea ponerse abandonando su descontrolada vida. No en vano, el título original es The drummer (el batería o el percusionista, según gustéis).
Kenneth Bi, guionista y director, intenta jugar una doble baza en esta su tercera cinta. La primera es seguir el tradicional cine de violencia y gansterismo que ha hecho mundialmente famosos a directores como John Woo o Johnnie To. La segunda es hacer al mismo tiempo ese tipo de cine que promulga las bondades de las religiones y filosofías orientales, las basadas en potenciar las virtudes de la naturaleza y la paz interior, que tan buen resultado suelen dar entre el público occidental. La apuesta es inteligente y arriesgada y el realizador escribe un guión adecuado al cóctel que quiere hacer, pero aún está lejos de las virtudes como cineastas de Woo y To, malabaristas de la violencia filmada, o del esteticismo de su compatriota Wong-Kar Wai.
El combinado no falla por la mezcla sino por que los ingredientes no son los mejores posibles. La trama gansteril flojea debido a la poca credibilidad del personaje del capo Stephen Ma, al que se le ve demasiado preocupado por nimiedades como para ser un gran jefe mafioso. El segmento zen cruje debido a su falta de hondura, que queda reducida a un puñado de frases simbólicas que eliminan la profunididad del milenario pensamiento zen. Reducidos sus ingredientes, el combinado final pierde poder y efectividad, quedando reducido a un entretenimiento sonoro, el de ver actuar a los percusionistas zen en ese alarde de precisión, agitación y musicalidad que logran en cada una de sus actuaciones.