Ya es hora de que acabemos con uno de los prejuicios más irracionales que giran en torno a las películas: el hecho de que conocer su final nos estropea el disfrute de su visionado.
El final, señoras y señores, no importa nada. Y empezaré dando una prueba contundente de que es así, aunque proclamemos lo contrario ante nuestras amistades. Todos sabíamos cómo acababa Titanic (James Cameron, 1997) antes de verla proyectada en la gran pantalla; el barco se hundía, dejando un puñado de supervivientes. Aún así, la película batió récords mundiales de taquilla que aún tienen cierta vigencia. ¿Nos importó conocer su conclusión a la hora de ir a verla? Por supuesto que no.
Desconozco los orígenes de este mito, esta ley no escrita que sorprendentemente todo el mundo sigue a rajatabla sin que ninguna autoridad nos exija su cumplimiento. Forma parte de ese halo de magia que rodea al cine, esa paranoia colectiva que confunde ficción y realidad y que, por ejemplo, nos hace ver a los actores como seres admirables al atribuirles las virtudes de sus personajes. O a permitir que muchos cineastas se pronuncien vehementemente sobre temas que no son estrictamente su oficio, como si el ejercicio de su profesión les avalara para ello. Repito, debe ser la magia del cine, sin duda.
Quizá todo nazca de la tendencia narrativa en las últimas décadas de incluir en los minutos finales un par de sorpresas que rematan la historia que acabamos de ver. El uso de estos giros argumentales por parte de los guionistas se ha convertido en casi obligado, pues está demostrado que añaden un plus de satisfacción al espectador, un más difícil todavía circense que enriquece la experiencia de acudir al cine. El giro consiste en cambiar la orientación de la historia para concluirla de un modo inesperado al que se ha ido mostrando a lo largo de toda la trama. Siguiendo con los ejemplos, diremos que conocer el final de El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) podía ser una gran calamidad, pues su magnífico guión incluye uno de los giros más brillantes de la historia del cine. Con este dato no desmonto mi argumento, todo lo contrario. La cinta recaudó millones debido a que muchó público acudió por segunda vez a verla para cerciorarse del artificio... aunque conocía su final.
Y qué podemos decir de Pretty woman (Garry Marshall, 1990), proyectada anualmente en la televisión (incluso dos veces) y batiendo audiencias... ¿espectadores nuevos? No. Son los mismos, buscando la satisfacción de un final conocido, uno que cumple los anhelos propuestos sin ambages.
El fondo o la forma. El cómo o el por qué. La humanidad tiene muy pocas historias que narrar y todos las conocemos, porque nuestra esencia no ha cambiado en siglos. Lo que buscamos es la variante. Con lo que verdaderamente disfrutamos es con la experiencia de entrar en la historia, con el proceso de identificación con los personajes, con las vicisitudes que pasan ante el problema planteado, ante el patrón de comportamiento que adoptan para desentrañar el nudo de la trama. Esa es la verdadera esencia del cine y de cualquier arte narrativo. La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) no es otra cosa que una saga medieval colocada en un envoltorio de ciencia-ficción. Esa misma historia funciona en un ambiente de samurais en el Japón del siglo IX o en la Inglaterra del Rey Arturo y sus caballeros. La brillantez de sus creadores fue envolverla de un modo novedoso, acorde a un público que empezaba a estar muy familiarizado con la televisión, el cómic y la tecnología.
¿Y qué decir de Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)? Otro ejemplo de giro brillante, colocado justo en la imagen final de la cinta, dejando al espectador que construya la conclusión en su mente. Sus protagonistas... ¿tienen un final feliz? Ah, los finales felices, qué bonito tema para otra entrada de este blog.